3/31/08

Gerda o el olor de las siringuillas


La conocí cuando ya tenía casi 80 años y la mayor parte de todo mi amor por Suecia tiene que ver con ella.
Gerda vivía sola en una casa tradicional de techo de dos aguas color rojo Falun.



La casa de Gerda, en rojo Falun

Alquilaba un cuarto, pero en realidad creo que quería un poco de compañía y quizás una pequeña ayuda en cosas cotidianas. Le encantó hacerse de una jovencita latinoamericana de 25 años para que viviera en el segundo piso (ella vivía en realidad en la planta baja).
Gerda tenía muy buenos recuerdos de Latinoamérica: había vivido un año en Chile... hacía cincuenta. Por eso hablaba español, todavía hablaba español, el español de Chile, cosa que se prestó a algunas confusiones como cuando una vez me anunció que vendría su familia con la “guagua” y yo me quedé esperando el autobús lleno de viejitos. Porque ella tenía una familia amplia y longeva.
Además del español hablaba, por supuesto, sueco, pero también francés, inglés y creo recordar que incluso alemán. No se perdía ningun noticiero del día, leía dos periódicos y pertenecía a dos clubes de libros. Estaba informada.

En su casa había auténticos muebles estilo Imperio y tenía accesorios de servicio que podrían haber formado parte de la colección de museos. Más aún: tenía un gran accesorio de cristal para el servicio de mesa de origen francés que servía con gusto cuando invitaba a cenar y unos recipientes de plata para servir la mostaza de los que solía comentar: “Hay uno igual a éste en el Museo Nacional”.
Y es que Gerda procedía de Dalecarlia donde su padre había sido pastor. Tradicionalmente la cultura sueca “fina” era pasada en herencia desde las fincas de los pastores de esa región, esa cultura que se nutría de Alemania o Francia, dependiendo de la casa real de turno, y que llevaba entretejida la influencia danesa y la simplicidad y devoción de los pietistas que crearon sus famosas pinturas de Dalecarlia (“dalmaalningar).



Una pintura mural de Dalecarlia (dalmaalning), La escalera de la edad

Gerda, que había nacido casi dos décadas antes del siglo XX me contaba de cómo en las fincas se construían los dormitorios al otro lado del pesebre de las bestias para beneficiarse de su calor. También de las reuniones de otoño alrededor de una gran fogata para contar cuentos de aparecidos.
Poco a poco, en el año en que viví en su casa, me fue develando imagen tras imagen de una Suecia primordial, primitiva; una Suecia anterior al bienestar y a la riqueza, la socialdemocracia, el orden y la perfección. Me fue introduciendo en la quintaesencia de lo sueco.
Su casa estaba en una de las muchas islas que componen el archipiélago de Estocolmo que, según me contaba, había sido poblada sobre todo por profesionales y maestros al albor del siglo.
Recordaba los tiempos en que, para acudir a la misa de gallo, los vecinos habilitaban con pesadas pieles los trineos que, tirados por caballos, les llevaban a la iglesia.

Gerda tenía cuatro hijos adultos regados por todo el país, y en cuanto llegaba el verano emprendía recorridos de visita que la llevaban a quedarse casi un mes en cada hogar. Por eso los veranos yo estaba prácticamente sola en aquella gran casa con tres habitaciones en el piso superior que solo yo ocupaba. Me daba gusto porque podía ir a tenderme en el balconcito de la habitación mayor bajo las hojas del abedul trémulas por la brisa y transparentemente doradas por los rayos del sol.

Gerda y yo nos llevábamos muy bien a pesar de que le había pintado la calefacción de mi cuarto en dos tonos de rojo y de que una mañana, tras una fuerte nevada que había durado toda la noche, me la encontré barriendo la nieve de la puerta de entrada cuando fui a despedir a un amigo polaco que, era evidente, no había dejado huellas en la nieve.
Era tan abierta a la vida y tan serena, que a mis 25 años me intrigaba si podía imaginarse su propia muerte. Una vez le pregunté: “Gerda, ¿no le tienes miedo a la muerte?”, y me respondió:
“¡Oh, no, en lo absoluto. ¿Te imaginas? Yo vi volar el primer avión ¡y acabo de ver al primer hombre poner los pies en la Luna!”

Recuerdo el olor de la tierra del gran jardín que rodeaba su casa, los crotos que rompían tímidamente la nieve y luego se volvían tan inevitables. A sus nietas adolescentes remontando el camino hacia la casa y cantando a dúo bajo la luz amarillenta del otoño. El camino que serpenteaba entre los pinos. El olor literalmente embriangante de las siringuillas bajo la luz plomiza y sin sombras de las noches claras del verano temprano.



Otro ángulo de la casa de Gerda. Nótese el balconcito en el piso superior.

Después siempre he recordado ese año que viví con ella como el más feliz de mi vida.
Cuando murió, años después, sus hijos me invitaron al velorio. Al llegar a la iglesia todos vinieron a abrazarme fuertemente como si fuera parte misma de la familia.
Entonces me di cuenta de que lo había sido, de que aquella mujer sueca de 80 años había encontrado en aquella muchachita cubana de 25 a alguien a quien darle lo mejor de sí. Y al hacerlo, la muchachita cubana de 25 años había aprendido, a través de ella, a amar a Suecia, a la Suecia trascendental que sigue llevando en el fondo de su corazón.

4 comments:

Anonymous said...

Vivi, tu lectura fluye como un rio de aguas mansas que conversa con los sauces vecinos.Es como un solo de violín que viene del tejado.Y es además, como un baño de rocio para mi espíritu.
Gustavo Roca
Miami

Anonymous said...

MI HERMANITA ME ENCANTA COMO DESCRIBES TU HISTORIA ME HACE TRANSPORTARME A ESE LUGAR TAN LINDO.

Anonymous said...

Excelente memoria, muy bien contada.

Gracias.

GeNeRaCiOn AsErE said...

que lindo este post,
todo el mundo tiene algo, una palabra , un consejo, una memoria para compartir y hacer que ese otro que la escucha crezca.

abrazos, tony.