5/23/08

MICHAEL O LA PERFECTA SEMILLA AL VIENTO



Michael era un caso.

Sus visitas a la casa de mi amiga y vecina Mary Jo estaban siempre precedidas de nerviosismo, tanto para Mary Jo como para su hija: Michael llegaba siempre con un paquete de seis cervezas y, a decir verdad, nunca se sabía que más traía en el cuerpo. O a qué indeseable quizás traería a rastras, o siguiéndole los pasos. Por eso a Mary Jo no le daban mucha gracia sus visitas, como tampoco a su hija, que siempre temía pasar un mal rato, sobre todo si tenía a algún amigo en casa.

Sin embargo, tras los primeros momentos y cerciorándose de que no traía nada bajo la manga, a Mary Jo, que fue su primera esposa, le daba placer verlo, o más bien el placer de poder ejercer su compasión. Pero Michael era también un hombre muy vivaz y Mary Jo gravita hacia las personas vivaces como las mariposas a la luz. Además, era muy servicial, tan servicial que lo solíamos llamar “nuestro esposo”: era el esposo común, al que esperábamos para que nos arreglara una cerradura, nos remendara una pared o nos instalara una lámpara. Porque Mike era muy dotado. ¿Que Mary Jo quería hacer su escalera de madera? Tenía que esperar por él. ¿Que mi sala se inundaba y nadie lograba saber de dónde venía el agua? De seguro él daría con el origen. Y Mike hacía todo con gusto.
Llegó a ser parte tal de nuestras vidas que siempre contábamos con él para la Cena de Acción de Gracias. Y él siempre venía porque aparte de un montón de crápulas con el que compartía un apartamento innombrable, no contaba con más nadie en el mundo.
Déjenme puntualizar: Mike se había casado una vez más y hasta había tenido otro hijo, pero se había deslizado de sus vidas como se deslizó de la de mi amiga y su hija. Por alguna razón, sin embargo, siempre mantuvo un vínculo con Mary Jo, su primera esposa, quizás porque fue quien más joven le conoció o porque fue a la que más profundamente hirió. Hasta llegó a abrigar la secreta esperanza de “regresar a casa” cuando se divorciara de su segunda esposa.
Fue curioso conocer esa secreta aspiración de Mike, que no tenía nada ni aspiraba a nada.
Como era muy hábil artesano siempre conseguía trabajo o arreglando carros o barcos, sus dos pasiones, pero nunca quiso nada fijo, nada que le atara, tampoco nada que le hiciera esforzarse mucho. Sin embargo, apreciaban tanto su trabajo que en el último que tuvo, restaurando un yate, le dejaron hasta vivir gratis y trabajar a su aire con tal de que siguiera empeñado en él.
Con Mike no podía uno nunca estar tranquilo porque parecía siempre estar a punto de irse o de quedarse, sin que uno llegara a saber cuál de las dos cosas. Cuando hablaba no fijaba la vista y parecía siempre estar en otro lugar cuando conversaba. La verdad es que tampoco conversaba, sino más bien lanzaba frases sueltas frecuentemente sin mucho sentido sólo, sospecho que para dar la apariencia de que estaba presente.
Era un verdadero gourmet que sabía preparar las comidas de que tanto gustaba y a pesar de su inclinación por la cerveza –¡y quién sabe cuántas cosas más!- conocía sus vinos. Donde él estaba siempre había buena comida y buena bebida sin ninguna presunción.
Un tiempo lo acogió mi amiga, movida por su desamparo, pero terminó poniéndolo en la puerta cuando se dio cuenta de que le estaba espantando a los potenciales pretendientes. El se fue sin un reproche. Era un tipo que no exigía y que daba la impresión de no juzgar a absolutamente nadie.
Tenía, eso sí, una inclinación marcada por las malas compañías, tanto por lo que implicaban de no exigencia como por la compasión a que lo movían, porque Mike era un hombre compasivo: se apiadaba de la más drogadicta y perdida de las mujeres como del más sórdido, retorcido y desventurado malandrín de los hombres. A todos los quería por igual, y por igual que a su ex mujer y a su hija, por eso es que no tenía cabida en la vida de éstas.
Pero ellas le dejaban siempre abierta una puerta trasera, sobre todo gracias al gran corazón de Mary Jo.
Por herencia familiar Mike detestaba a los médicos; más bien por herencia ermitaña familiar que no permitía el acceso de segundos a la vida privada. Por eso cada hermano agarró por su lado y ya no mantuvieron el contacto entre ellos. Por eso la madre por poco se muere de una apendicitis. Y por eso Mike no buscó el médico cuando empezó a experimentar escalofríos, pérdida de peso, extenuación e irritabilidad.
En aquella última Cena de Acción de Gracias me dijo que no podía bajar las sillas del ático para completar los asientos, lo cual me asombró: Mike era un hombre fuerte de casi 6´3”. La desolación de Mary Jo cuando me dijo, con los ojos aguados, que le parecía que Mike se estaba muriendo, tampoco fue muy alentadora. Pero, ¿quién iba a pensarlo de ese hombre que no pedía nada y que parecía que lo podía sobrevivir todo?
Todos sentíamos que Mike era eterno.



Foto, Vivian Gude. Una cena de Acción de Gracias: adelante, de izquierda a derecha, Alejandro, Carmen, Mary Jo y su hija Lauren; atrás, Michael y Tom.


Yo fui quien lo descubrí. En realidad no fui yo sino la cartera que tocó a mi puerta y me alcanzó su teléfono celular con las palabras: “Llama a la policía que allá atrás hay un hombre muerto”.
Por supuesto fui a ver. Palabras así siempre suenan sospechosas.
Lo vi de lejos boca abajo y lo reconocí de inmediato. A pesar de que nunca lo había visto caerse borracho se me ocurrió que se había quedado dormido en el suelo.
Le dije a la cartera: “Yo sé quién es. No está muerto, de seguro se quedó dormido”.
Empecé a tocarle la espalda y a llamarle, a moverle, pero la cartera fue contundente: “Mírale el color de la cara, está muerto”.
En efecto, estaba muerto y tenía un buen rato de muerto porque tenía el rostro azul y ya mostraba rigidez en los brazos.
Había caído muerto a unos pasos de la puerta de Mary Jo, sosteniendo todavía una bolsita con algunos víveres que probablemente se pensaba comer en su casa.

La autopsia posterior arrojó que había muerto de un colapso fulminante de los pulmones resultante en parte de un catarro o gripe mal cuidada y una deficiencia pulmonar típica de los que han abusado de sustancias. Si hubiera ido a tiempo a un médico se hubiera podido salvar, su condición era bien salvable, pero no quiso. No quiso dejar a más nadie entrar en su vida, no quiso que se ocuparan de él.
Y murió justo delante de la casa de la única persona que había significado algún tipo de vínculo en su vida, una raíz, un hilo de atadura.
No he conocido de ninguna otra vida que se hubiera semejado más a una semilla al viento que la de Mike.



A la misa que organizó su segunda mujer acudieron sus amigos más cercanos. El salón de la iglesia estaba perfectamente dividido en dos: a la izquierda sus dos ex esposas con sus respectivos hijos y su hermana, la única a la que habían podido localizar y que leyó las palabras de despedida. A la derecha, toda la crápula con la que compartió aquella vida sórdida que también fue la suya; allí el ricachón vulgarote de cuyos negocios sospechábamos con su mujer de aspecto estridente; allí también la “bailarina exótica” que había esparcido el rumor de que era hija de Mike (y quizás lo era, ¡quién sabe!). Y para completar, supimos después que uno de sus amigos se había pasado toda la misa dando vueltas en auto alrededor de la iglesia porque quería estar presente, pero temía que el FBI estuviera filmando.
Toda una alegoría de la vida de Mike, del que nunca supimos realmente quién era o al que nunca pudimos aceptar en su perfecta dualidad, su perfecto desarraigo y su perfecta soledad.




5/4/08

LA OSCURIDAD QUE SIEMPRE REGRESA

Si no el primero, fue uno de mis primeros viajes después del 11 de septiembre. Llevaba conmigo esa memoria de dónde me encontraba en el momento mismo en que anunciaron que un avión se había estrellado contra una de las torres del World Trade Center y la visión horrorosa de la segunda torre desplomándose. La irrupción de la barbarie era algo tangible, el exabrupto de una cultura que se había anquilosado en el tiempo y que exigía su regreso a golpe de sangre.

Grecia no es cualquier cosa: es prácticamente todo. Visitar Grecia es regresar a los orígenes, unos orígenes anclados en un cielo azul limpísimo, sin nubes, infinito, que se refleja en unas aguas color cobalto que presagian profundidades inenarrables. El paisaje, en fin, de nuestros dioses, que con una exhalación crearon lo que hoy conocemos como la cultura occidental. Nuestra cultura occidental.



En Grecia está nuestra razón de ser, la de los occidentales, y no sólo en Atenas, pero en Atenas coinciden los grandes monumentos urbanos y arquitectónicos que son los pilares de nuestra cultura.



La Akropolis, que nos asalta en el medio de la ciudad, a la vuelta de una esquina; el Agora o corazón urbano donde se desarrollaba toda la vida ciudadana, incluso los teatros a los pies de la Akropolis donde se representaban las tragedias que han llegado hasta nuestros días.



La visita al Museo Arqueológico Nacional de Atenas, tan cerca de la plaza Syndagma y del popular barrio de Plaka, era de rigor.
Contrariamente a lo que se cree, pocas esculturas de la época helénica sobrevivieron a la conquista romana que utilizó cada una de sus piedras para erigirse un monumento –con perdón, más basto- a su propia grandeza. De hecho, las pocas que hoy se exhiben en el Museo Arqueológico fueron recuperadas del mar. Sólo así se salvaron del celo romano.
Entre ellas dos llaman la atención, la del Joven de Anticythera y la del Jinetillo.
La primera, con fecha aproximada del 430 A.C., es de bronce y fue recobrada de una embarcación naufragada. Es mayor que el tamaño natural y la perfección de sus proporciones no pudo ser igualada por el David de Michelangelo (perdón, pero esa es mi opinión, y he visto ambas esculturas personalmente).


La segunda, el Jinetillo, representa a un niño compitiendo en una carrera de caballos. Data de aproximadamente 220 A.C y es de tamaño natural. Maravilla no sólo la habilidad de reproducir en un material como el bronce los tendones y hasta parte del sistema vascular bajo la piel del vientre del caballo, sino la capacidad para captar la expresión de un caballo excitado, con belfos en los que casi se siente la espuma, y la de un niño cuya emoción le deforma el rostro mientras azuza al animal con una fusta que hoy le falta.
Si el arte es emoción, pocas veces he sentido la emoción que experimenté durante la casi media hora en que estuve dándole vuelta a la escultura, apreciándola desde todos los ángulos, descubriéndole detalles insospechados.








Al otro día fui al Museo Benaki.
El Museo Benaki es privado y es una exhibición permanente de las manifestaciones de la cultura griega, en un sentido amplio. Es más conocido por su colección de joyas de oro de la época helénica, aunque tiene muy pocos otros objetos del mismo período.
El Museo Benaki es el mejor que he visitado en mi vida, en cuanto a su función educadora. Uno entra por su puerta y el museo lo toma de la mano y le va contando un cuento, su cuento sobre el desarrollo de la nación griega.


Visita virtual al Museo Benaki.
(Seleccione arriba Permanent Collections; luego seleccione a la izquierda Byzantine Art, que le lleva a Building. Seleccione allí, a la derecha, arriba Virtual Tour)http://www.benaki.gr/index.asp?id=402010112&lang=en

Así fui yo siguiéndolo, de piso en piso y de habitación en habitación, de luminosidad en luminosidad hasta que el umbral de un pabellón casi en penumbras me obligó a declararme en reverencia. Apenas iluminadas por focos concentrados –nada de ambientación- las piezas eran como islas en medio de un mar oscuro, y de la luz concentrada de esos focos emergían rojos intensos, dorados y azules cobalto; vírgenes, niños Jesús, hijos del hombre en la cruz; habíamos llegado a las salas de arte bizantino. El arte de la Edad Media, el de un cristianismo que, nacido bajo la opresión del Imperio Romano había prevalecido sobre él y se había instituido en la formidable Iglesia Católica, universo de ideas que habrían de regir nuestro mundo por siglos y milenios, constituyéndose en el fundamento de nuestra cultura.
Un arte que es plano, bi-dimensional, que obvia la reproducción realista, que no conoce la perspectiva, que ignora el cuerpo humano, las motivaciones humanas, el gusto por el cuerpo y sus placeres, el interés por el otro y por la vida, los temas cotidianos. Que glorifica un espíritu elevado, separado del hombre y su destino; que desdeña la mortalidad y todo lo relacionado con la existencia terrenal. Un arte, en fin, que desconoce, por voluntad, la realidad, la existencia material del hombre y que, también por voluntad, echó al olvido los avances técnicos en la reproducción de la realidad que habían realizado los artistas durante los milenios anteriores .






Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. ¿Cómo era posible que se hubiese olvidado la maestría técnica que se había logrado? ¿cómo, la perspectiva, la reproducción de los detalles, el interés por el otro más cercano? ¿Y que se les hubiese olvidado por casi 1,400 años, hasta el Renacimiento?
De repente me dije que podía volver a pasar.
¿No creyó Europa que estaba ante el albor de un nuevo mundo a comienzos del siglo XX? La euforia de los nacionalismos se había hecho patente en los estilos Jugend y Art Nuveau, la pintura no podía estar en mejor momento, el naturismo –y hasta el nudismo- estaba en su mejor época, la psicología, gracias a Freud era la ciencia del mundo moderno, y la sexualidad, un campo infinito a explorar. Nunca pintó mejor la humanidad. Los cañonazos de la I Guerra Mundial regresaron todo a la oscuridad..

Puede volver a pasar. La barbarie siempre puede regresar.

Con la reciente memoria del 11 de septiembre un violento escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies.


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