7/30/09

RUTA A LO FANTÁSTICO Y LA LOCURA. II




Yaxchilán se encuentra justo sobre el Usumacinta, el caudaloso río que separa Chiapas de Guatemala, en medio de la selva tupida. A la antigua ciudad maya, conocida por sus estelas casi íntegras, se accede –o se accedía- , bien por el río o por el aire, con avioneta.
En el sitio se encuentra un campamento del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México, apenas un cuartelón de habitaciones ocupado durante la época del año en que se realizan estudios y abandonado el resto del tiempo, aunque resguardado por un custodio. Ante él se extiende una gran explanada.

Para llegar a Yaxchilán contrataron a un guía tabasqueño, hombre de dulce talante indígena que llevaba años manejando los viajes a la selva. En dos camionetas salimos de Palenque rumbo a Yaxchilan, un camino de terracería que toma-o tomaba –esto que les cuento sucedió hace 17 o 18 años- seis horas recorrer y que de vez en cuando pasaba por un caserío. Cuando llegamos a Frontera-Corozal y nos hicieron bajar, estaba convencida de que había llegado al fin del mundo y no tenía idea de cómo esto nos conduciría a Yaxchilan, pero nos dijeron que caminásemos junto a la casa, hacia el río que ni siquiera se avizoraba.


Súbitamente, a la vuelta de uno de sus muros se reveló el Usumacinta, tronando abajo, pero también apareció una cuadrilla de gomeros, machete a la cintura, remontando la ribera, ceño fruncido de extrañeza por nuestra presencia que Marta, detrás de mí, interpretó como hostilidad. La vi quedarse lívida y casi paralizada.

Agarrándonos de ramas y lianas, resbalando a veces por las laderas fangosas del río, descendimos como pudimos hasta las barcazas. Remontamos el río como una hora hasta que el guía señaló un punto en la ribera igualmente insólito, fangoso que apelaba a la imaginación para remontarlo. Lo remontamos de igual manera que habíamos abordado las embarcaciones y llegamos a Yaxchilan.









YAXCHILAN


Cuando uno lleva un tiempo en México moviéndose en ambientes de arqueología todo túmulo, toda elevación o colina resulta sospechosa; el país todo, y especialmente sus regiones del sureste y el sur, es un gran depósito de ruinas arqueológicas todavía sin descubrir. Así y todo nos agarró de sorpresa cuando nos dimos cuenta, al descubrir un pedazo de escalón, que el terreno por el que llevábamos un buen rato caminando –Marta, en absoluto silencio y todavía lívida- era la capa superior de una pirámide, la pirámide que, finalmente, al subir a su punto más alto, nos develó las magníficas estelas mayas por las que el sitio es famoso. ¡Nos sentimos, literalmente, en la cima del mundo!

El guía no traía tiendas de campaña para todos, así que al caer la noche discutimos quiénes se alojarían en éstas y quienes dormirían en hamacas a cielo raso. Todas las mujeres –con excepción de Marta- insistimos en dormir en hamacas: no nos queríamos perder la experiencia de dormir al aire libre en la selva y quizás de experimentar, como nos contara el guía, al sigiloso jaguar que se desliza entre los hombres de noche, oliendo sus cosas y siguiendo de largo. No me preocupaban las serpientes, por más que nos habían advertido que en la zona había nauyacas, enormes reptiles (alcanzan más de 7 pies) de carga venenosa letal, que cuelgan de los árboles y se confunden con ellos. En mi absoluta ignorancia sobre la vida realmente silvestre, la aseveración del guía de que traíamos antídoto contra las serpientes me hizo sentirme totalmente confiada. A partir de ahí me dispuse a disfrutar.

En la casa del custodio comimos lo que creo que era jutía, una experiencia primitiva que tenía lugar casi en la oscuridad, porque el lugar carecía de luz eléctrica. Un quinqué daba la poca luz que nos permitía ver los rostros, y sobre todo los ojos de Marta, que en medio del convivio animado y los cuentos para darnos espanto, permanecían mirando al frente, sin parpadear, perdidos en algún lugar dentro de sí. Marta, además, no había probado bocado. Se me ocurrió llamarla fuerte por su nombre y, como volviendo de un trance, giró los ojos en redondo y los fijó en mí, con una mirada totalmente vacía. Una vez en Cuba, siendo muy joven, tuve la desdicha de presenciar como otra joven, acosada por los genízaros políticos-morales de la “revolución”, perdía la razón en 24 horas delante de mis ojos. Yo conocía esa mirada. Me di cuenta de que Marta se nos había ido.

Esa noche el guía se acomodó sobre un banco e, inclinado sobre su hamaca, meció a Marta toda la noche mientras le cantaba bajito, supongo que canciones de cuna. No sé si él entendía a cabalidad lo que le pasaba a la muchacha. El mexicano no tiene que entender con la cabeza para saber cómo tiene que actuar, llevado por esa intuición que es el regalo de una esencia que nunca se ha alejado realmente de la naturaleza. Le cantó y le arrulló toda la noche, como si quisiera conjurar todos sus espantos y ganar para ella la salvadora luz del día. Pocos conocen esa capacidad de ternura del alma indígena masculina; yo he tenido la suerte de presenciarla varias veces.

No era fácil. Acampados justo al lado del río, el fragor de las aguas se confundía con los gritos de los monos aulladores del lado de Guatemala, simios pequeños que llenan con su escándalo espeluznante el silencio de la noche de la selva y que parecían ir avanzando hacia el lado de México, donde estábamos. A mi memoria acudió el Tarzán de mi infancia con sus ataques de orangutanes, mandriles, etc.

Y así se me ocurrió ir a lo que llamábamos “el retrete maya”, es decir, los matorrales para las necesidades físicas.

Con la linterna de mano que formaba parte de nuestro equipaje obligatorio avancé entre la maleza, especialmente alerta a los árboles y las falsas lianas que pudieran estar disimulando la temida nauyaca. El torrente del río tronaba a la derecha, salpicado de los aullidos de los monos. Una luna llena espléndida me ayudaba en el avance. Pasé un último grupo de árboles y de repente apareció la explanada. Me quedé petrificada: ante mí se abrió un campo que parecía todo sembrado de diamantes. La luz que irradiaba el suelo, confundiéndose con la luz plateada de la luna, formaba un resplandor que iluminaba la noche. Eran cocuyos, la explanada había sido invadida por miles, decenas de miles de cocuyos, todos reflejando luz a la misma vez.

Me quedé sin aliento. Apagué la linterna y mientras contemplaba el espectáculo, queriendo grabar la imagen en mi retina, en mi memoria, en mi esencia profunda, un gran sosiego me inundó el alma. No pensé en los jaguares, no pensé en las nauyacas. En la armonía de la que yo súbitamente había pasado a formar parte no había peligros porque todo tenía su lugar, como todo tiene su lugar en ese cosmos que esa noche, en la explanada, fue una conciencia vívida.

Regresé a oscuras, convencida de que si mi camino se cruzaba con el de un jaguar ambos nos íbamos a mirar y seguir de largo, convencidos cada cual del lugar que nos correspondía en el universo.

Nunca supe por qué todos esos cocuyos habían coincidido en ese lugar a la misma vez y por qué habían emitido esa luz al unísono.

El resto de mis días me lo he pasado tratando de revivir esa experiencia cósmica que viví esa noche en la selva, y si algo que me entusiasma de la idea de mi muerte es la esperanza de que sea así, de que yo pueda finalmente regresar al principio en que todo era uno y uno era todo, o como lo llaman algunos, Dios.

No pudimos proseguir el viaje hasta la meta final, Bonampak, porque Marta, decididamente, perdió la razón. Iniciamos el regreso a Palenque alternándonos para atenderla en sus ataques de terror, a ratos violentos. Su esposo vino por ella y se la llevó directamente a New York. Tengo entendido que estuvo internada tres meses en un hospital siquiátrico.



En cuanto a mi misión de promover el estado de Chiapas, llegué a publicar el artículo, pero no gracias a las atenciones de la Secretaría de Turismo del estado, sino más bien a pesar de ella. Todo el apoyo que recibí fue de una de sus secretarias que, por amor a su tierra y por vergüenza, me llevó en su carrito destartalado a visitar el Sumidero, un profundo cañón en las afueras de Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado, que yo conocía de sobra. Las fotos que lo acompañaron fueron las de un ingeniero chiapaneco que había dedicado su existencia a apresar todos los rincones de su estado en sus mejores momentos. Es su visión y su labor de amor la que ha plasmado a Chiapas para la posteridad.

Así la transmití yo también, una sencilla cubana enamorada de una tierra mágica.

7/22/09

RUTA A LO FANTÁSTICO Y LA LOCURA. I


Mi objetivo final era hacer algo por Chiapas, ese estado tan olvidado de la mano de Dios, tan a la zaga, que se sumó a la revolución mexicana cuando ya se había acabado en el resto del país, como dijera el poeta chiapaneco Eraclio Zepeda. ¿Por qué Chiapas? Porque lo conozco bastante bien y porque Chiapas, hace muchos años, fue mi introducción a México en la boca de Zepeda y la del pintor Carlos Jurado, de la legendaria San Cristóbal de las Casas.

También Chiapas porque, en su mezcla particular de alma centroamericana –en un tiempo fue parte de Guatemala- y lejanía de la capital, genera políticos que aspiran al poder sólo para participar en “la grilla”, ese quehacer político, mezcla de intrigas, zancadillas, negocios sucios y a veces hasta asesinatos, que les garantiza sentirse parte del “quehacer nacional”, y que hacen bien poco por su estado.
De ahí que no me sorprendió cuando, habiéndome brindado para escribir un artículo de promoción turística de Chiapas en una de las revistas de periodismo ligero más leídas del continente, recibí el mensaje oficial que la invitación estaría en pie para cuando llegase al estado. Había que encontrar la forma de llegar allá y me la busqué.
Al viaje estábamos invitados sólo 4 o 5 reporteros de publicaciones internacionales, casi todos estadounidenses, uno de ellos básicamente fotógrafo, y todos aventureros por igual. Encandilados ante el programa de casi una semana que comenzaba en Yucatán y terminaba en Yaxchilan, casi en la frontera con Guatemala, sorbíamos gozosos la información que nos proveía el primer día la coordinadora, una muchacha –creo que de nombre Marta- que había sido enviada expresamente de New York por la compañía de relaciones públicas contratada por la Secretaría de Turismo de México, para llevarnos de la mano por la Ruta Maya, un itinerario que abarcaba la parte mexicana del mundo político, religioso y cultural maya que en otro tiempo había sido un eje de ciudades desde Yucatán hasta Honduras.
Cuando nos anunciaron que quien nos iba a guiar en la visita al Museo Regional de Arqueología de Yucatán era su mismísimo director, nos emocionamos, no pensábamos que se podía pedir más.
La palabra “arqueología” evoca muchas fantasías en la imaginación popular e incluso la no tan popular. Una de las más comunes tiene que ver con Indiana Jones; otra, las historias que elaboran los guías de turismo de la ruinas arqueológicas para entretenimiento de turistas. La arqueología tiene que ver con desenterrar, analizar y catalogar; su relación y significado queda para otras disciplinas. Para el que espera saber si en el cenote que tiene delante sacrificaban vírgenes, es poco consuelo –y en realidad bien aburrido- saber que “se han encontrado algunos huesitos de fémina joven con fecha de carbón tal y tal”.

Fecha de carbón tras fecha de carbón subimos pirámides chicas, medianas y grandes; bajamos pasadizos estrechos, húmedos y calientes, a veces con el aliciente de que la canalita que corría paralela a los escalones se construía para que “las ánimas de los muertos pudieran salir de noche” (¡ahí había una historia!). Cuando finalmente el fotógrafo –canadiense- tocó tierra tras bajar los escalones excesivamente estrechos de la última de las pirámides que nuestro director insistía en que visitáramos, se echó en cuatro patas al suelo y besó la tierra: no había creído que lo lograría jamás. Nosotras, todas citadinas, todas trabajadoras de buró, estábamos deshechas. ¡Al otro día nos dolían hasta las pestañas!


Chichen Itza, templo de Kukulkan

Palenque, en Chiapas, es una de las ruinas más completas y magníficas del mundo maya, y en camino a ella a través de Tabasco nos azuzábamos con noticias del periódico sobre una epidemia de malaria por una plaga insoportable de mosquitos, con historias sobre serpientes horribles y mortales y jaguares sigilosos, supongo que con el mismo entusiasmo de un grupo de blancos que emprende un safari por el centro de Africa. A excepción de Marta, nuestra coordinadora, que se mantenía más bien callada.

Palenque es deslumbrante por su cantidad de edificios expuestos y no expuestos, por su dizque “observatorio” pero, sobre todo, por la así llamada tumba del Señor de Palenque (Pacal), excavada por el cubano Alberto Ruz Lhuillier , quien tanto se dedicó a arrancarle la vieja ciudad a la selva, que decidió poner a descansar sus huesos en el sitio, erigiéndose una modesta tumba en el lugar, marcada sólo por una lápida de piedra. La selva sigue guardando al menos la mitad de los secretos, pero la otra mitad ha estado liberada durante tanto tiempo –unos 50 años- que cualquier animal salvaje ha desaparecido, empujado por la bullanguería y el desparpajo de los turistas. Nuestro hotel se encontraba en la periferia de la ruinas. Por su patio trasero pasaba un arroyuelo de aguas muy frías y retozonas y en la margen opuesta los árboles se perdían en La Selva. Me percaté de la obvia cercanía –que a nosotros los periodistas nos tenía sin cuidado- cuando fui a ver a Marta a su habitación y la sorprendí atisbando hacia la selva tras las cortinas de la ventana.

Palenque




Marta era una muchacha de origen cubano-americano que parecía haber sido educada en un medio muy protegido. Había tenido la mala fortuna de caer junto con su esposo en la Guatemala de los peores tiempos de la guerrilla y parecía guardar de aquello un recuerdo de terror visceral. La idea de La Selva, no sólo no le resultaba excitante, sino parecía causarle pavor y su atisbar temeroso hacia la oquedad de los árboles era el vaticinio de las cosas por venir.



La selva lacandona



Continuará.....

2/28/09

MI LIBERTAD

Las circunstancias de mi salida de Alemania del Este hacia Suecia fueron tan extrañas y barrocas como mi salida de Cuba hacia Alemania. Vale decir que ningún ciudadano cubano podía dejar ese país -¿o ciudad?- socialista en aquellos años -1966- sin el consentimiento oficial de Cuba. Pero yo no tenía una situación común, así que creo que en realidad ni la legación diplomática cubana (en aquellos tiempo la embajada estaba en Berlin Occidental) sabía qué hacer conmigo.

Por eso, cuando le enseñé al cónsul una carta de invitación para Suecia, lo que atinó a decir en su confusión era que mi madre debía tratar de enviarme mi pasaporte regular por los medios personales que encontrara, ya que oficialmente no se podía recibir. Dicho y hecho. Al poco tiempo supe que mi hermano había metido el documento en una caja de cigarrillos y se lo había dado a un bailarín del Ballet Nacional de Cuba que iba de gira con el grupo por Alemania del Este.

Escondido en un paquete de cigarrillos empacado a última hora en una caja de escenografía de un ballet que no se acababa de representar , mi pasaporte realizó un amplio periplo que lo llevó de dos ciudades de Sajonia a los Mares del Norte , siempre conmigo pisándole los talones gracias a la caridad de los que me daban aventón, y que terminó abruptamente cuando el paquete, a punto de ser entregado... fue robado. Un paquete de vulgares cigarrillos cubanos resultó demasiado tentador para algún tramoyista alemán.

Pasaporte.... escondido.... robado..... Seguridad del Estado.... Alemania del Este..... Era demasiado: terminé en el banquillo de los acusados con los funcionarios cubanos del ballet, junto a los de Seguridad del Estado de Alemania, preguntándome por qué mi madre me había enviado el pasaporte escondido en un paquete de cigarrillos. En los absurdos y delirantes países socialistas cuando se llega a ese punto es mejor soltar, así que solté: les entregué el pasaporte y les dije que se lo entregaran al cónsul que me había sugerido la forma de hacérmelo llegar.

Cuando se trata de un país socialista, por supuesto, no hay que esperar que aplique la lógica. Lo que siguió fue una negativa del susodicho a interceder “por órdenes de arriba” y tres meses de mi vida transcurridos en hospitales, adonde iba a parar con un ataque de gastritis cada vez que llamaba a la Legación para indagar sobre mis perspectivas.

Hasta que un día me dijeron: “Se puede ir”. Así de inesperado, de fácil, de sorprendente. Tan inesperado que incluso más tarde mi hermana, que por entonces ya estaba asilada en España, me felicitó por “haberme saltado el muro”.

No me salté ningún muro. El departamento del interior me puso un sello en mi pasaporte y una tarde de nubes plomizas, frío y humedad solemnes tomé el tren con un boleto de una sola vía para Trelleborg.

Hay que haber vivido en un país socialista para comprender cómo la arbitrariedad de ese tipo de regímenes entroniza el absurdo en el alma de sus ciudadanos, cómo hostiga su humanidad, hasta el punto en que no reconocen sus derechos más elementales. Viajar, por ejemplo, salir de su país o, como en este caso, salir del área de los países socialistas, se percibe como una entelequia o como una ilusión que uno cree demasiado desproporcionada como para poder lograr. Por eso yo estaba segura de que en algún tramo de ese viaje de Sassniz-Trelleborg, algo me iba a detener.

Primero fue el acceso al tren; no pasó nada. Luego fue el traspaso de los vagones del tren al ferry que iniciaría el trayecto por mar; tampoco pasó nada. Finalmente entraron unos agentes con uniformes de un vivo azul marino y unas camisas blancas impolutas. Su aspecto era cuidado y limpio, y tenían miradas apacibles y límpidas como yo no recordaba haber visto jamás: eran las autoridades suecas de aduana. Estábamos a mitad de camino entre Alemania del Este y Suecia y estaba teniendo lugar el cambio de autoridad territorial.

De inmediato saqué todos los documentos que había acumulado con el propósito de este viaje.

Los países socialistas tienden deliberadas trampas de documentos a sus ciudadanos para poder agarrarlos en cualquier momento. Yo llevaba la carta de invitación de mi amigo Torsten, documentos de buena referencia –creo recordar- y no sé cuántos más. Ansiosa se los tendía en la convicción de que tenía que persuadirlos de que yo era confiable, sin mancha. El agente comenzó a abrirlos, uno tras el otro, apenas los ojeaba distraído, desinteresado, los volvía a plegar, y me los devolvía. Así llegó por fin al pasaporte en sí. Diligente y con calma buscó la página con mi foto y mis señas, me miró para comprobar que era yo, buscó una página limpia para imprimir el sello ¡y lo acuñó!

Así nada más. Lo acuñó. Cerró el pasaporte, me lo devolvió y con una sonrisa formal y una mirada apacible e impasible, ajena a la suspicacia, la intolerancia, la arbitrariedad, la agresividad, el acoso y la represión a su semejante, una sonrisa, en fin, de confianza, me dijo:

¡Bienvenida a Suecia!”

Yo me quedé perpleja, casi en trance.

Por obra y gracia del gesto de un funcionario de aduanas, un gesto simple, eficiente, transparente, yo súbitamente sentí que el mundo podía ser un lugar simple para vivir, un lugar con lógica, con humanidad, bondad y confianza en mis semejantes en el cual vivir.

Si alguien me pidiese que yo le describiera qué es para mí la libertad le diría que fue ese momento , no de éxtasis, no de libertad sublimada. Ese momento en que , gracias al simple gesto de un agente de aduanas sueco, el mundo se convirtió de repente en un lugar razonable y racional, manejable, sobre el que yo podía tener control de mi vida. Un mundo paralelo del que yo no había tenido ni idea.

Lo que sentí fue un alivio infinito de mi alma, un suspiro profundo de mi espíritu y de mi mente que finalmente habían largado el peso aplastante que es la realidad diaria de todo el que vive en un país socialista y totalitario como lo es Cuba.

1/19/09

Parte III. Una peña de bohemios.

Hace tanto tiempo, que no recuerdo cómo fui a dar a la casa de Helga y Tilman Averdung.


Helga y Tilma Averdung ante el por aquel entonces muy de moda Cafe Havanna.


Helga y Tilman tenían en conjunto 4 niñas; 3 de ellas resultado de un matrimonio anterior de Helga, y una, resultado del matrimonio anterior de Tilman con una mujer que tenía otros dos hijos de diferentes padres.



Las niñas de Tilman y Helga. La mayorcita y las jimaguas eran las hijas de Helga; la morenita, de Tilman.

Tilman era hijo de una, creo recordar, escenógrafa de teatro alcohólica que convivía en relación de pareja con un/una hermafrodita, aunque no en la casa del hijo.

El apartamento de los Averdung era muy grande y, de hecho, constituia una especie de “casa del pueblo” donde constantemente entraba y salía gente y siempre se encontraba algo de comer en la cocina, el único punto caliente del hogar, porque siempre había alguien que preparaba algo. Se puede decir de ellos que eran “hippies” antes de tiempo; en su casa el sentido comunitario primaba y se descartaban las fórmulas sociales. Entre las muchas personas que pululaban por el lugar se encontraban los antiguos maridos y mujeres de Helga y Tilman, que venían con sus nuevos maridos y mujeres e hijos estrenados, y entre todos se daban consejos y se regañaban porque, después de todo, nadie los conocía mejor que todos ellos.

Me acogieron por la generosidad de sus almas o porque tenían locura generosa; yo no tenía donde vivir y ya no tenía trabajo, estaba a la espera de irme del país.

Ellos fueron otros de los alemanes a los que les debo mi vida.

Poco tiempo antes de marcharme con un boleto de tren de una sola vía a Suecia todos los amigos tomamos un paseo en bicicleta. Yo me adelanté y bajo la llovizna fría de noviembre miré hacia atrás: éramos una peña de bohemios. Una peña de bohemios envuelta en una bruma dorada, como las fotografías que se vuelven a visitar después de mucho tiempo. Abrí muy bien la pupila para fijar la imagen y empecé ahí mismo a recordarla con nostalgia.

A los pocos días tomé el tren de Berlin que, via Sassnitz, y a bordo de un ferry, me llevó a Trelleborg, Suecia. Mi vida como yo la había conocido, terminó ahí.

Más nunca supe ni de Helga, ni de Tilman, ni de Ingrid, ni de Klaus o su mamá, y tampoco de la mamá-gallina.

De Egon, el hombre a quien más he amado en mi vida, supe sólo una vez más. Pero a él no le debo mi vida, sino más bien mi muerte.

1/12/09

PARTE II. VIVIENDO SOBRE UN POLVORÍN

Había conocido a Klaus en el avión durante un viaje unos años antes como becada oficial a Rumania. Nos habíamos hecho amigos y me había invitado incluso a un concierto. Él regreso a Berlin, yo me quedé en Bucarest y desde entonces comenzamos a escribimos.

Nos seguimos escribiendo incluso cuando yo regresé a Cuba, ocho meses después. Por aquellos años yo era muy epistolar. Nos escribimos durante los cuatro años posteriores a mi regreso a Cuba. Por eso es comprensible que en cuanto llegué Alemania le visité en familia, con su esposa, acompañada yo del tal Humbertico. Después de eso vinieron los sucesivos debacles hospitalarios que culminaron en el desastre final. Coincidiendo con ello, recibí una carta de Klaus preguntándome cómo me iba y anotando el tiempo que hacía que no sabía de mí. Rápidamente le contesté contándole todo. A los dos días –un miércoles- recibí un telegrama que decía, escuetamente:

“Llego el viernes en el tren de las 19:00 hs. Creo que te puedo ayudar”.
Klaus.

Y llegó el viernes con el tren Berlin-Potsdam de las 19:00 horas.

Su madre, una viejecita retirada, vivía sola en una casa en Potsdam. Klaus había hablado con ella y me brindaba su casa por el tiempo que fuera necesario. Estas fueron las segundas personas que me salvaron la vida porque allí tuve techo y comida durante casi dos meses, hasta que empecé a encontrar un camino.

Al camino entré de la mano de Joao Ferro, un portugués nacido y criado en Cabo Verde que parecía siempre asombrado -¡o deslumbrado!- por cualquier cosa que yo dijese. Ferro, a su vez, me presentó a Wolfgang, quien dirigía la decoración de las vidrieras de la por entonces más imponente tienda por departamentos de Berlin Oriental, Das Zentrum Warrenhaus, en la céntrica Alexander Platz.


Vista aerea de Das Zentrum Warenhaus, en Alexander Platz, 1965.

Wolfgang era un hombre muy vivaz de unos 40 años curtido por más de una argucia. Su padre había sido colaborador de los nazi, lo que le había valido que a la caída de Berlin y la toma de los Soviets de esa sección de la ciudad, le enviasen junto con toda su familia por 10 años a Siberia.

Wolfgang no hablaba comúnmente de eso como tampoco de nada de sustancioso, a no ser que estuviese tomado. Era un hombre absolutamente encantador, hasta quizás un poco frívolo, y brillante. ¡Pero Wolfgang sabía tomar! Cada día de pago nos invitaba a todos a un café cercano a tomar “schnaps” y café mocca y no paraba hasta que su colaboradora y amiga más cercana, Helga, lo empujaba a un taxi con destino a su casa.

Wolfgang me acogió porque quiso. Yo no tenía la menor idea de cómo decorar una vidriera, pero él me aseguró que era fácil y me encargó a una de las decoradoras de experiencia. Allí aprendí a tensar telas sobre bastidores para confeccionar paneles, a montar fotos en cajas de cartón y todas aquellas cosas pertenecientes al oficio. Para ayudarme, Wolfgang no sólo me dio trabajo, sino que me inventó el oficio.

Mi situación no era fácil. Mi permiso de estadía era para Babelsberg y estaba ya viviendo en Berlin. Vivir en la capital comunista separada de la capitalista solamente por un muro (y los guardias, y los enormes perros pastor alemán) era posible sólo mediante permiso especial, mismo que las autoridades concedían sólo si un jefe de empresa así lo solicitaba. Yo estaba viviendo en Berlin y trabajando en Berlin sin ningún permiso especial. Es más, era la única ciudadana de un país socialista viviendo en Alemania del Este de forma totalmente privada.

Era vivir sobre un polvorín, o sobre una caldera al fuego llena de dinamita, ya que todos los meses estaban por devolverme a Cuba.

Alquilaba yo una habitación en un departamento en Schoenhauser Allee, una bella avenida bordeada de árboles que se cita en la marca de muchos pianos y pianolas de principios del siglo pasado. Alquilaba en casa de Ingrid, una alemana de 24 años y de ojos azul intenso. Era maestra de primaria y tenía una hija de seis años con un griego que se había quedado en su país tras vivir juntos allí por un año. Era la primera vez en su vida que ella vivía sola y respondía por sí, pero sabía que el futuro le deparaba algún tipo de reunificación con su esposo.



Vista de Schoenhauser Allee en invierno

Ingrid, a la derecha, con su hijita y amigos, cuando ya empezaba a sentir los efectos de la primavera

Ingrid había sido criada muy estrictamente y estricta siguió siendo su vida tras casarse con el griego. En Grecia había conocido el papel que allí juegan las esposas y, decididamente, no le había gustado. Regresó a Alemania para darse un tiempo y con la esperanza quizás de forzar el encuentro de un campo común donde ambos e sintiesen a gusto. Pero en eso llegó la primavera.

La primavera en un país del norte no es cualquier cosa. Tras meses de celajes pesados y árboles estériles que parecen haber muerto para siempre, la explosión de la naturaleza en menos de un mes, el brote de los botones de entre la nieve y el hielo, la luz y los olores, ponen la cabeza a desvariar, desenfrena los sentimientos y hierve la sangre.

Ingrid, que siempre había vivido con un corset de hierro, se hizo de dos amigas alborotadas y alborotosas que muy pronto propiciaron la amistad con tres muchachos de Berlin Occidental dispuestos a seguir la fiesta del otro lado del Muro. Ingrid descubrió la libertad y le agarró tanto el gusto que cuando su marido la llamó de nuevo, ella le dijo que quería el divorcio.

Al otro día por la tarde el marido estaba entrando por la puerta del departamento en Berlin y, mediterráneo al fin, distribuyendo golpes a diestra y siniestra, golpes que también me tocaron a mí, que trataba de proteger a Ingrid. Ingrid salió huyendo por su lado con su hija y yo por el otro.
El griego supuso que el desorden de su mujer se debía a mí, de raíces mediterráneas como él, y decidió vengarse reportándome a la policía como ilegal en la ciudad.

La policía, por supuesto, fue a ver a Wolfgang y fue allí, supongo que mediante complicidades que nunca me quedaron claras, y que hoy intuyo, Wolfgang sacó la cara por mí, es más pidió permiso para mí aduciendo lo importante que era mi trabajo. A partir de ese momento logró, mes por mes, y siempre en el último momento, evitar que me deportasen a Cuba.

No sé por qué lo hizo, como no fuera por una viejísima memoria, sepultada en lo más profundo del subconsciente, una memoria muy anterior a los ajustes y las complicidades que de seguro le habían permitido sobreponerse a sus 10 años en Siberia, al pasado familiar nazi, y escalar hasta un puesto de mando administrativo medio en la más importante tienda por departamentos de Berlin Oriental.

Cada día de cobro anegado en alcohol la desesperación de Wolfgang me consternaba. Era como un trompo con luces que giraba a velocidad cada vez más vertiginosa y que amenazaba estallar en estruendo de colores. Siempre temí que no habría un mañana para Wolfgang.

Por eso no me extrañó lo que percibí como un llanto profundo ahogado en su garganta aquella última vez. Cuando al final de la noche me iba en taxi con uno de los colegas le dije: “Tengo la impresión de que Wolfgang se va a matar”. “Siempre es así”, me dijo él, “no te preocupes”.

Al día siguiente no vino a trabajar. A mediodía Helga fue a su casa donde –supe después- lo había dejado durmiendo. Al subir las escaleras sintió el olor a gas y cuando abrió la puerta de su apartamento, el gas le asaltó como una gran ola. Wolfgang estaba sentado en un sillón que no se mecía. Enfrente, en el único espejo de la habitación, con creyón de labios carmesí, la frase: “Perdóname, Helga”.

Todos lo lloramos y todos fuimos a su entierro bajo un cielo plomizo. Yo, decididamente, había perdido a otra de las personas a la que debía mi vida, pero también mi protección. Ahora estaba en una carrera contra el tiempo.

Continuará...

1/4/09

DE CÓMO LOS ALEMANES ME SALVARON LA VIDA. LITERALMENTE.

PARTE I. Un pollito más.


Con Humberto en el puerto de La Habana, el dia de la partida, ambas madres a cada lado. Septiembre 16 de 1965.

Salí de Cuba en un crucero ruso, el Gruzia, que a su regreso a Varna, Bulgaria, llevó consigo a toda la primera camada de becarios cubanos en el extranjero que habían pasado su primer verano de vacaciones en Cuba. Iba aquel barco cargado de jóvenes que ya conocían a los Beattles y a Little Richard, pero que habían aprendido a ser cautelosos tras la primera recogida de dizque “lacras sociales” en Cuba, una operación por la que se arrestó a aquellos o aquellas que mostraban algo “raro”, como llevar sandalias europeas, o pantalones muy apretados (“pitusas”) o escuchar música de los Beattles, o sencillamente hablar de forma que no se entendiera totalmente y que sonara exquisita.


Eran, además, los estudiantes particularmente cautelosos porque en el mismo crucero viajaba hacia Bulgaria el estado Mayor de Cuba que, temiendo al “diversionismo ideológico” de los estudiantes, había dotado a cada uno de ellos y ellas con un disco de Pello, el Afrokán y su fugasísimo ritmo “mozambique”.


Vía Varna , en un tren con asientos de madera y sin posibilidades de dormir, con sólo una barra de pan, una salchicha, queso y una botella de agua, arribamos a Checoeslovaquia y a la civilización tras dos días de viaje, y al cabo de uno más, a Berlin Oriental. De ahí a Potsdam y a Babelsberg donde el hombre con quien había dejado Cuba asistía a la escuela de cine.





En el crucero Druzia, en que tambien viajaba el Estado Mayor. Humberto y yo abajo, a la derecha. Pedro Miret, a mi izquierda. Raul Castro, arriba.

Humberto López Guerra, hombre mediocrísimo, agente de Seguridad del Estado (llegué a saber más tarde) y vende-madre , irradiaba en aquel entonces el encanto de los irresponsables. Era, eso sí, muy gracioso y ocurrente, y como yo era muy joven, quería estudiar cine y me parecía que no tenía nada que perder, me embarqué alegremente con él hacia Alemania. Había decidido la partida tan sólo un mes antes y cómo pude abandonar el país en medio de un ambiente cada vez más opresivo en sólo un mes para convertirme en la única ciudadana de un país socialista residiendo en otro país socialista de forma totalmente privada, es asunto aparte que merecería quizás varios relatos futuros. Cabe solamente mencionar que fue el resultado de un gran amor y de una gran traición.


Mi estancia de 15 meses en Alemania fue un desastre de principio a fin, pero recuerdo esos tiempos como los más intensos y quizás también más luminosos de mi vida porque nunca tanta gente fue tan generosa conmigo como entonces.

Debo empezar por declararles que le debo la vida, literalmente, a los alemanes.

Resulta que el clima no me sentaba nada bien.

A los cuatro días de mi llegada al país ya estaba yo en la sala de ginecología de un hospital, desangrándome. Dada de alta por mi insistencia al cabo de cinco días, tuve que regresar a las dos semanas, anémica y desangrándome de nuevo porque la falta total de atención no me había hecho posible la reclusión en cama ordenada por el médico. Cuatro litros de transfusión de sangre hubo que ponerme mientras el tal Humberto me sepultaba con libros para leer, pero ni siquiera un par de calcetines.


De Cuba había traído yo dos trajecitos de paño confeccionados por mi madre con la única tela que había podido conseguir; ni calcetines calientes, ni botas y ni siquiera una pijama de franela. Mientras los médicos, tras muchas pruebas, consultas, etc., determinaron que, sencillamente, yo no toleraba el frío húmedo.


Tenía yo de vecina de cama en el pabellón de mujeres del hospital una alemana mayor que parecía sacada de una de aquellas películas tempranas del socialismo nacional (nazi ) que promocionaban el papel de la mujer en la vida nacional alemana como principalmente de “Kinder, Kirche, Kuche” (hijos, iglesia y cocina). Entrada en carnes, rubicunda, no era difícil imaginársela abriendo los brazos como grandes alas para acoger bajo sus sobacos a sus pollitos que acudían presurosos al llamado del aromático pastel de manzana acabado de hornear.


Aunque yo no hablaba alemán, y ella tampoco el español, solíamos sostener conversaciones bien animadas y a veces hasta sorprendentes. Ella debió enterarse de mi condición, pero no me comentó nada; cuando llegó el día de su partida me dio un abrazo y me deseó lo mejor, pero no agregó nada más.


A los dos días apareció muy sonriente con dos maletas pesadas, las colocó sobre mi cama y las abrió satisfecha: estaban llenas de ropa usada, un abrigo, sweaters, calcetines de lana y hasta botas que había recogido entre sus amigas y conocidas para que yo tuviera con qué abrigarme cuando saliese.


No me acuerdo de su nombre pero hoy la recuerdo porque fue la primera persona que me salvó la vida en Alemania. Tanto más importante fue porque al salir yo del hospital me encontré con que el tal Humberto ya me había buscado sustituta, una alemana hija de un importante e influyente miembro del Partido Comunista Alemán.


Me quedé en la calle, sin un centavo, sin trabajo y sin tan siquiera hablar alemán. Mi coartada para permanecer en Alemania había reventado y un agente de la Seguridad del Estado cubano me conminaba a desaparecer, cortesía de Humbertico, que entonces se me reveló como perteneciendo a ese cuerpo de inteligencia.


Era la Navidad del año 1965 y en medio del frío que me calaba los huesos –en Alemania del Este el frío era una constante penosa porque se paliaba apenas con carbón- y de la mucha nieve que caía en silencio, tomé mi primera gran decisión: no me iba a regresar a Cuba vencida.

Entonces me acordé de Klaus.

Continuará...