2/28/09

MI LIBERTAD

Las circunstancias de mi salida de Alemania del Este hacia Suecia fueron tan extrañas y barrocas como mi salida de Cuba hacia Alemania. Vale decir que ningún ciudadano cubano podía dejar ese país -¿o ciudad?- socialista en aquellos años -1966- sin el consentimiento oficial de Cuba. Pero yo no tenía una situación común, así que creo que en realidad ni la legación diplomática cubana (en aquellos tiempo la embajada estaba en Berlin Occidental) sabía qué hacer conmigo.

Por eso, cuando le enseñé al cónsul una carta de invitación para Suecia, lo que atinó a decir en su confusión era que mi madre debía tratar de enviarme mi pasaporte regular por los medios personales que encontrara, ya que oficialmente no se podía recibir. Dicho y hecho. Al poco tiempo supe que mi hermano había metido el documento en una caja de cigarrillos y se lo había dado a un bailarín del Ballet Nacional de Cuba que iba de gira con el grupo por Alemania del Este.

Escondido en un paquete de cigarrillos empacado a última hora en una caja de escenografía de un ballet que no se acababa de representar , mi pasaporte realizó un amplio periplo que lo llevó de dos ciudades de Sajonia a los Mares del Norte , siempre conmigo pisándole los talones gracias a la caridad de los que me daban aventón, y que terminó abruptamente cuando el paquete, a punto de ser entregado... fue robado. Un paquete de vulgares cigarrillos cubanos resultó demasiado tentador para algún tramoyista alemán.

Pasaporte.... escondido.... robado..... Seguridad del Estado.... Alemania del Este..... Era demasiado: terminé en el banquillo de los acusados con los funcionarios cubanos del ballet, junto a los de Seguridad del Estado de Alemania, preguntándome por qué mi madre me había enviado el pasaporte escondido en un paquete de cigarrillos. En los absurdos y delirantes países socialistas cuando se llega a ese punto es mejor soltar, así que solté: les entregué el pasaporte y les dije que se lo entregaran al cónsul que me había sugerido la forma de hacérmelo llegar.

Cuando se trata de un país socialista, por supuesto, no hay que esperar que aplique la lógica. Lo que siguió fue una negativa del susodicho a interceder “por órdenes de arriba” y tres meses de mi vida transcurridos en hospitales, adonde iba a parar con un ataque de gastritis cada vez que llamaba a la Legación para indagar sobre mis perspectivas.

Hasta que un día me dijeron: “Se puede ir”. Así de inesperado, de fácil, de sorprendente. Tan inesperado que incluso más tarde mi hermana, que por entonces ya estaba asilada en España, me felicitó por “haberme saltado el muro”.

No me salté ningún muro. El departamento del interior me puso un sello en mi pasaporte y una tarde de nubes plomizas, frío y humedad solemnes tomé el tren con un boleto de una sola vía para Trelleborg.

Hay que haber vivido en un país socialista para comprender cómo la arbitrariedad de ese tipo de regímenes entroniza el absurdo en el alma de sus ciudadanos, cómo hostiga su humanidad, hasta el punto en que no reconocen sus derechos más elementales. Viajar, por ejemplo, salir de su país o, como en este caso, salir del área de los países socialistas, se percibe como una entelequia o como una ilusión que uno cree demasiado desproporcionada como para poder lograr. Por eso yo estaba segura de que en algún tramo de ese viaje de Sassniz-Trelleborg, algo me iba a detener.

Primero fue el acceso al tren; no pasó nada. Luego fue el traspaso de los vagones del tren al ferry que iniciaría el trayecto por mar; tampoco pasó nada. Finalmente entraron unos agentes con uniformes de un vivo azul marino y unas camisas blancas impolutas. Su aspecto era cuidado y limpio, y tenían miradas apacibles y límpidas como yo no recordaba haber visto jamás: eran las autoridades suecas de aduana. Estábamos a mitad de camino entre Alemania del Este y Suecia y estaba teniendo lugar el cambio de autoridad territorial.

De inmediato saqué todos los documentos que había acumulado con el propósito de este viaje.

Los países socialistas tienden deliberadas trampas de documentos a sus ciudadanos para poder agarrarlos en cualquier momento. Yo llevaba la carta de invitación de mi amigo Torsten, documentos de buena referencia –creo recordar- y no sé cuántos más. Ansiosa se los tendía en la convicción de que tenía que persuadirlos de que yo era confiable, sin mancha. El agente comenzó a abrirlos, uno tras el otro, apenas los ojeaba distraído, desinteresado, los volvía a plegar, y me los devolvía. Así llegó por fin al pasaporte en sí. Diligente y con calma buscó la página con mi foto y mis señas, me miró para comprobar que era yo, buscó una página limpia para imprimir el sello ¡y lo acuñó!

Así nada más. Lo acuñó. Cerró el pasaporte, me lo devolvió y con una sonrisa formal y una mirada apacible e impasible, ajena a la suspicacia, la intolerancia, la arbitrariedad, la agresividad, el acoso y la represión a su semejante, una sonrisa, en fin, de confianza, me dijo:

¡Bienvenida a Suecia!”

Yo me quedé perpleja, casi en trance.

Por obra y gracia del gesto de un funcionario de aduanas, un gesto simple, eficiente, transparente, yo súbitamente sentí que el mundo podía ser un lugar simple para vivir, un lugar con lógica, con humanidad, bondad y confianza en mis semejantes en el cual vivir.

Si alguien me pidiese que yo le describiera qué es para mí la libertad le diría que fue ese momento , no de éxtasis, no de libertad sublimada. Ese momento en que , gracias al simple gesto de un agente de aduanas sueco, el mundo se convirtió de repente en un lugar razonable y racional, manejable, sobre el que yo podía tener control de mi vida. Un mundo paralelo del que yo no había tenido ni idea.

Lo que sentí fue un alivio infinito de mi alma, un suspiro profundo de mi espíritu y de mi mente que finalmente habían largado el peso aplastante que es la realidad diaria de todo el que vive en un país socialista y totalitario como lo es Cuba.