11/2/08

EL VIKINGO O EL BÁRBARO

Conocí a Robert en un club nocturno estocolmino. Nunca me han gustado los clubes nocturnos, por ruidosos, congestionados, y nunca me ha atraído la idea, ni de ir sola ni acompañada por otra amiga, porque me hace sentir que soy carne a la venta. Pero aquella noche de aquellos días, entre tantos, de desolación, mi amiga Eva, que era asidua a ese tipo de lugar, me convenció de ir con ella.

Nada me hubiera atraído de un muchachón grande y rubio como Robert, y de hecho nada me atrajo; ni tan siquiera me había fijado en él. Hasta que vino a sentarse a nuestra mesa y me dijo que se había mudado de Gotemburgo a la capital hacía seis meses, que siempre que se sentía deprimido dormía y que llevaba seis meses durmiendo. Me conmovió su desnudez, pero también me causó risa su sentido del humor y la capacidad de burlarse de sí mismo. Robert no necesitó más: el muchachón grandulón me cargó en peso para un vals alocado en la pista de baile del club.

Las verdad es que muchas veces las mujeres no necesitamos más que eso: una buena risa y una sorpresa que cree el sentido de la maravilla: Robert y yo terminamos juntos.

Era un poco más joven que yo y venía de un mundo totalmente ajeno, y no sólo porque era sueco.

Me visitaba unas veces por semana, siempre tarde en la noche, cuando terminaba unas clases de ball-room dancing que tomaba. Su cuerpote grande siempre envuelto en un gabán beige que le aparecía ver más grande aun de lo que era, siempre llevando consigo una terminal de computadora (era el tiempo anterior a las lap tops) enfilaba enérgicamente hacia las escaleras del edificio donde yo vivía, subiéndolas de dos en dos, y no paraba hasta el cuarto piso, donde estaba mi apartamento, dejándome siempre atrás, a veces en el piso bajo. Una vez le grité, mientras subía: “¡Cuándo llegues arriba me mandas una postal!” No sé si captó mi ironía.

Porque la verdad es que, más allá del encuentro inicial, Robert no parecía tener sentido del humor. Era un gran muchachón, primitivo, elemental, pero buena persona. De ahí que entre mi hijo,y yo le llamáramos “El vikingo”, alternativamente “El bárbaro”. Mi hijo, por entonces de unos ocho años, ya había desarrollado ese espíritu burlón con el que siempre nos comunicamos.

En una ocasión nos invitó a pasar la noche en su casa y al otro día, como gran atracción, le mostró una regaderita a mi hijo, le agarró de la mano y le llevó a regar una florecita de tiesto, diciéndole: “¿Ves? Así se riega una flor, así crecen”. Poco sabía él que, a esas alturas, mi hijo ya había jugado por cuenta propia entre los indígenas mexicanos, acorralando incluso a una serpiente cascabel ; que había visto a un muerto amortajado en un funeral nahualteca a los pies del volcán Malintzin, y que había sobrevivido mi renuncia a México –mi fiesta particular de aquellos años- para enterrarse conmigo en un gris suburbio de Estocolmo, empezando de cero. Mi hijo, con sus ocho años, le miró con ojos incrédulos.

En otra ocasión fuimos a ver una película muy especial (Mannen som slutade roeka. El hombre que dejó de fumar) en la cinemateca de Estocolmo. No había lugar, pero como a veces colaboraba con ésta, me dieron acceso a dos cabinas para traductores. Mi hijo y yo en una; Robert en la otra.

El film era una comedia de finísima sensibilidad, aunque, francamente, no recuerdo de qué se trataba. Nos conmovimos tanto, que al terminar la cinta mi hijo y yo teníamos los ojos húmedos. Salimos a encontrarnos con Robert y el muchachón, agitando la cabeza, exclamó: “La verdad es que no lo entendí...”. Mi hijo y yo soltamos la carcajada.

Robert aparecía frecuentemente a altas horas de la noche con un pollo, uvas y una botella de vino. Me hacía todo un show, con pasos que él suponía eran de cha-cha-cha (o cha-cha, como le decían allá). Yo me recostaba en los gabinetes de la amplia cocina y lo miraba hacer, divertida. ¡Era todo un show! En el fondo de su mente tenía una gran confusión entre un latinoamericano , un turco y un gitano, por lo que, secretamente, siempre anidaba el oscuro miedo a que le fuera a salir al paso un hermano o un pariente que le iba a apuñalear para vengar el honor familiar.

Eso fue lo que aproveché cuando empecé a hartarme del show y del exotismo de lo elemental.

Llegó con su gabán, su terminal, su pollo, uvas y vino. Le recibí en la cocina y empecé a trinchar el pollo, afilando el cuchillo de manera deliberada y, supongo, con los ojos bien negros. Cuando ya no quiero nada con un hombre me gana una especial crueldad.

Comencé a hacerle un chiste sombrío y supongo que mi mirada, mi tono, asustaban. Se comió el pollo, pero al rato me dijo que se iba a dormir a su casa.

Cuando se fue estaba segura de que lo veía por última vez y me sentí aliviada. Robert había desaparecido de mi vida sin causarme mayor problema. Yo no lo había planeado deliberadamente pero, decididamente, había sido fácil borrarlo de mi existencia.

Unos dos meses después tocó a mi puerta. Ese cuerpo grandote se balanceaba de una a otra pierna. Su cabello era ciertamente bello, rubio ceniza, y tenía ese color de los suecos, que aunque son muy pálidos, son rosados: “como nalguita de puerco”, pensaba yo. Venía a disculparse por haber desaparecido por dos meses sin dar razón. “¿Hace dos meses que no vienes?”, fingí yo cruelmente sorpresa. “No me había dado cuenta”.

De repente me di cuenta de que tenía ante mí una persona tocada por el rayo del amor y de que yo no tenía ninguna razón para ser cruel con él. Le dije que no lo quería. Muy pocas veces he visto a un hombre llorar, pero Robert se arrodilló, lloró y me pidió que le diera una oportunidad, que volviera con él. Pero yo no podía; ¿cómo iba yo a pagar el amor de una persona con crueldad?

Sé que hay muchas personas que lo hacen. Se que hay matrimonios y parejas de muchos años a los que solo les queda la crueldad, que se hieren mutuamente en una cadena interminable de agresiones, humillaciones, reconciliaciones y perdón, creyendo que se vengan y son víctimas de venganza, sucesivamente, sin darse cuenta de que en el camino se envilecen. No hay nada más envilecedor que da rienda suelta a la maldad propia sobre otro ser humano, aunque aquel se la merezca.

Le dije: “No, Robert, yo no puedo porque no te quiero. Cuando no quiero a un hombre y sigo al lado de él me vuelvo cruel y eso me degrada a mí misma”.
No me acuerdo siquiera de su apellido y, definitivamente, no fue el amor de mi vida y ni siquiera una historia importante.

Yo soy yo y todos los hombres a los que he querido y que me han amado. Todas las personas a las que he odiado, a las que he apreciado y todas las que me han odiado y me han tenido afecto; todos los incidentes, buenos y malos de mi vida.

Abrazo el río de mi vida como Carl Jonas Love Almqvist abrazara Murnis, torrente mismo de la vida.

En ese torrente Robert fue apenas un guijarro . No guardo siquiera una foto de él, pero hoy lo recuerdo.


Carl Jonas Love Almqvist

9/21/08

ERKI O UN CIERTO BALDER

Conocí a Erki durante un crucero de verano a Abo, una pequeña isla entre Suecia y Finlandia que es la meta del turista sueco sin recursos. Déjenme ser clara: a Abo iban los suecos a finales de los 60 básicamente a beber. Quizás también un poco a fiestear y fornicar, pero como se emborrachaban durante toda la trayectoria, al llegar a la isla no daban más. Como no fuera para seguir bebiendo.
Abo, sin embargo, tenía también otra cara al otro lado de la isla. La de las pequeñas residencias caseras, todo incluido, junto al mar, un mar de acero líquido, frío, que lamía suavemente las grandes rocas negras que se internaban en las aguas del archipiélago. Era el pequeño paraíso terrenal de mi pobreza estudiantil. Por eso yo también iba a Abo, aunque durmiendo sobre cubierta en el crucero porque no podía pagar camarote.

El archipiélago de Abo (Turku)a medio camino entre Suecia y Finlandia


Erki, un camionero finlandés estaba, por supuesto, bebido cuando me descubrió arropada en una chaise long en cubierta. El efecto de su bella sonrisa ingenua con el balbucear de una lengua que no entendía, pero que él se empeñaba en que yo comprendiera, me causó gracia. Así que yo también empecé a sonreir, lo que acicateó su deseo de hacerme entender.

Todavía no sé cómo finalmente adiviné que me estaba brindando su camarote para dormir. Bueno, no todo el camarote (que compartía con un amigo o colega), pero sí su litera. Según él, no pensaba dormir esa noche, por lo que me lo cedía. Le tomé la palabra, se lo agradecí y me fui a dormir, no sin antes intercambiar nombres, direcciones y números de teléfono.

Pasaron unos meses y una noche de invierno sonó el teléfono a las 9 o 10 de la noche. Tampoco recuerdo cómo lo entendí -¡y por teléfono!- pero era Erki que estaba de paso en Estocolmo y quería venir a visitarme. Por supuesto que le dije que sí.


En aquel entonces ya había yo mejorado mis condiciones materiales, y en vez de una sola habitación, alquilaba dos contiguas en el piso superior de Gerda, lo que, aunado a que ya tenía mi propio teléfono, me daba una sensación de independencia e individualidad. De ahí que me pareció muy natural que cualquiera me visitara... a las 11 de la noche.

La nieve caía incesante aquella noche y bajo la luz amarillenta del farol que iluminaba la puerta de atrás de la casa parecía polvillo dorado cayendo sobre la abundante cabellera perfectamente dorada de Erki.

Venía armado con la sonrisa luminosa que ya le conocía y con una botella de vodka de la que, de inmediato, al subir a mi cuarto, me ofreció. Es posible que yo haya bebido (la verdad es que no me acuerdo), pero lo que sí recuerdo perfectamente es que cuando Erki trató de pasar a más yo lo evité suavemente.

Ya sé que algunas personas pensarán –como muchas veces pensaron de mí- que yo era una provocadora que gustaba de llevar a un hombre a un límite para después pararlo. La verdad era más sencilla: nunca me gustó aplicar ideas preconcebidas a mi vida y como no veía nada ilógico en recibir a una persona a cualquier hora del día o de la noche, siempre y cuando tuviera tiempo, y si la persona me caía bien, pues lo hacía. En aquellos tiempos no me pasaba por la mente cómo las demás personas podrían interpretar mi comportamiento, por lo que es una maravilla que, después de todo, nunca me pasara nada malo.

Erki, confundido, empezó a reírse y a sacudir la cabeza ante mi negativa a seguir por otros derroteros. Hoy entiendo que debe haberse sentido en una situación muy rara al haber sido invitado por una “sureña” (que para los escandinavos somos todos de Austria para abajo; es decir, ¡puro fuego!) a las 11 de la noche a su habitación, pero la rareza de la situación, en lugar de violentarlo, le movió a risa. Digamos que lo tomó con gran sentido del deporte.

Sin embargo, como era muy tarde y nevaba intensamente le invité a pasar la noche en la otra habitación, que yo consideraba “mi estudio”. Todavía riéndose y sacudiendo la cabeza, Erki cumplió mis órdenes y se fue a dormir.

Mientras me iba quedando yo también dormida en mi habitación amainó la nieve, dejando al descubierto una magnífica luna llena cuya luz comenzó a bañar el manto blanco que acababa de cubrir el suelo, las ramas de los árboles, y a colar por la ventana del estudio hasta el rellano de la puerta que yo había dejado entreabierta.

Sigilosamente, sin zapatos, me levanté y caminé en la oscuridad hacia el estudio.

Erki se había quedado dormido con los jeans puestos, sin zapatos, sin camisa, sin cubrirse con un edredón. Era la imagen misma del abandono, boca arriba, con un brazo levantado para cubrirse los ojos y la axila exponiendo ese vello de la virilidad. La piel de su torso magro, terso y perfecto, era blanquísima, y bajo la luz de la luna llena era de plata. Todo su cuerpo de plata.

Era Balder, el luminoso, el dios amado por todos los dioses de Valhalla; el dios de la poesía cuya muerte fue tan llorada que empujó a los dioses nórdicos a todos los confines del mundo para lograr el llanto de las criaturas vivientes y a Thor, a bajar al utramundo para tratar de recuperarlo.




El dios ciego Haelder mata sin querer a Balder, instigado por Loke.

Me quedé largo rato en la oscuridad contemplándolo: en aquella noche de diciembre tenía a un dios de plata durmiendo en la habitación contigua. Una criatura mitad dios y mitad macho mitológico sólo para la contemplación gozosa de mis sentidos.

Si Erki se hubiera despertado en medio de la noche todo le hubiera resultado aun más confuso.
Nunca más supe de él.

8/21/08

DINAMARCA Y LA GUERRA DE COREA

Hay gente que piensa que, porque yo las he pasado muy duras, he tenido una vida ingrata.
Todo depende de si uno entiende que aquella frase china de “Que tengas una vida muy interesante” es realmente una maldición o un buen augurio.
Yo, a ratos he tenido una vida difícil, a ratos infeliz, pero siempre interesante. Quizás en parte porque, a pesar de todo, he tenido una gran dosis de ingenuidad, de buena intención y un optimismo innato –o soberbia- que siempre me ha hecho sentir que a mí nunca me puede pasar nada realmente malo.
Por eso he tomado unos cuantos riesgos que, aunque hoy me hacen temblar de puro pensarlo, agradezco haber tomado.
Uno de ellos fue durante un viaje a Copenhague.

Solía mi amigo Torsten, un norteño con aire de auténtico vikingo (una réplica del mismísimo rey Vasa), manejar grandes rastras entre Suecia y Dinamarca; yo era una paupérrima aspirante a estudiante que tenía ganas de salir a cualquier lugar con un poco de desorden. Créanlo o no, comparada con la pulcra, ordenada y antiséptica Suecia de aquellos años (finales de los 60´), Dinamarca, y particularmente Copenhague, era casi un lupanar. Por eso cuando Torsten me invitó a irme a Copenhague viajando toda una noche, acepté sin pensarlo dos veces.

Mi amigo Torsten Braennstroem y yo, en un día de Midsommar

Llegamos al mediodía y de inmediato nos fuimos al hotel a dormir unas horas porque a las primeras luces de la siguiente mañana emprenderíamos el regreso. Cuando me desperté eran casi las 11 de la noche y todos mis planes de turistear por la ciudad y, sobre todo, de ir al puerto libre para ver al menos borrachos, gente fea y prostitutas, todos de carne y hueso, se fueron al diablo. Corrí desesperada a tocarle la puerta a Torsten para que se despertara y me acompañara, pero no había nada que hacer: él quería seguir durmiendo.
Como no me doy por vencida así como así, agarré la puerta del hotel dispuesta a llegar yo sola a lo que yo consideraba sería un pintoresco distrito.
La realidad es que no llevaba ni un mapa de la ciudad, pero empecé a caminar de todos modos como si esperase que algunas señales secretas me señalasen el camino. Cuando llevaba unos 10 minutos caminando sin desesperarme, supongo que mi desorientación debe haber sido manifiesta porque se me paró un taxi al lado.
“¿Para dónde va?”, me dijo. “Para el puerto libre”, le contesté.
“La llevo”, me dijo, y le repliqué: “No tengo dinero para pagarle. Soy estudiante”.
“¿Para qué quiere ir allí?”, dijo, y añadió: “A estas horas sólo hay borrachos y prostitutas”.
De inmediato le contesté con entusiasmo: “¡Eso mismo es lo que quiero ver”.
Se sonrió incrédulo, pero me dio instrucciones de cómo llegar al lugar.
Seguí caminando y 10 minutos después todavía no veía aparecer la famosa zona roja por ningún lugar. El mismo taxi con el mismo chofer se me acercó despacio. Le confesé que no encontraba el lugar y empezó a darme nuevas instrucciones cuando de repente soltó:
“¡Venga, que la llevo gratis sólo para que vea que allí no hay nada que ver!”
Y yo, tan alegre, me subí.

Me llevó al puerto libre donde, en efecto, no había nada, ni siquiera prostitutas o un borracho tirado por ahí. Mi decepción fue tan grande que, conmovido, el taxista me dijo:
“Mire, le voy a llevar a conocer Copenhague!”
Para entonces era la una de la mañana y yo sentía que me había sacado la lotería al encontrarme un taxista que me iba a enseñar la ciudad gratis. Un taxista que, además, era guía de turismo. El único momento que me sentí un poco nerviosa fue cuando vi que enfilaba hacia las afueras de la ciudad, pero disipaba mis pensamientos negativos pensando que, después de todo, éramos uno contra uno, y que si el hombre me atacaba yo podría defenderme. De más está decirles que el susodicho debe haber medido 6 pies, por lo menos, y pesado como 240 libras, pero en aquellos tiempos muy lejanos a aquella ocasión en que un mocoso de apenas 18 años subdesarrollados casi me viola en México, yo creía que yo las podía todas.
Ya les dije que sospecho que mi ingenuidad siempre me sirvió de escudo. Eso, o es que tengo un gran ángel de la guarda.
El taxista sólo me estaba llevando a conocer la Sirenita que, en efecto, está un poco en las afueras de Copenhague.
Conocí toda la ciudad aquella noche, el Palacio, el centro, todo mientras él me iba contado historias del país, de la Casa Real, etc.






La Sirenita


El Palacio Real



Una calle del centro

Hasta que me soltó que era un americano de Texas...
“¡¿?!” Sí, él había peleado en la guerra de Corea y al regreso había pasado por Copenhague donde había conocido a una danesa de la que se enamoró y se quedó a vivir allí. Hacía 20 años que vivía en la ciudad.
Ahí empezó el segundo capítulo de mi aventura de aquella noche.

Ustedes de seguro han visto las películas de John Wayne sobre la guerra en la que éste siempre hace chistes, toma las cosas a la ligera y, en definitiva, nos presenta la guerra casi como una fiesta en que el enemigo es casi un compañero de juegos. Así me contaba mi amigo el taxista de Texas sus peripecias como soldado en la guerra de Corea en que se entretejían el cerro que ellos tomaban todas las mañanas para ser recuperado todas las tardes por “el enemigo” y el jefe que había volado por los aires cuando se había adelantado en su jeep, minutos después de haber estado jugando a las cartas con él.
Por esa noche él fue mi John Wayne.

Amanecía apenas cuando empezó a acercarse a mi hotel. Entonces me soltó, también de sopetón:
“Mi mujer me acaba de dejar por un italiano 17 años más joven que yo”.
¿Qué decirle, con lo amable y generoso que había sido conmigo?
“¡Cuánto lo siento!”
“¡Qué va, es toda una suerte”, me atajó. “¿Usted sabe lo que es estar casado 20 años con la misma mujer y luego poder deshacerse de ella?”
Me dejó un poco confusa, por decir lo menos. Entonces prosiguió:
“De todas maneras, cuando yo tengo algún problema o estoy triste voy y me como un bistec a la brasilera. ¿Usted sabe lo que es un bistec a la brasilera? Es un bistec así de grande, gordo y sangriento. Cuando uno le da una mordida siente que la sangre chorrea....”

En mi memoria que acumula muchas palabras, imágenes, eventos, glorias y desdichas, quedó grabada para siempre la imagen de ese hombre profundamente desesperado, con la piel roja a punto de reventar de la tensión y los ojos vidriosos de retener las lágrimas, clavando sus dientes en un grueso pedazo de carne que estallaba en sangre a la primera dentellada.

7/17/08

LA AMISTAD MAS PURA. O EL AMOR MAS PURO.

Edicion de 1943

Lo único que recuerdo es que se llamaba Luis, y como no me dedicó el libro que me regaló, no hay forma de que me acuerde de su apellido que, sí, era bastante común. Tampoco conservo ninguna foto de él.
Salió... de debajo de un árbol, o al menos así lo recuerdo: yo terminaba de dar mis clases nocturnas en la escuela de arte dramático y allí estaba, debajo del arbolito, sin que hubiéramos acordado cita previa.
Nos íbamos a caminar y a conversar durante horas. Mi generación y la gente de mi quehacer, el artístico, caminábamos mucho en aquellos años y conversábamos todavía más. Pero él no era artista. En realidad no sabía de él más que era casado y tenía niños, y aunque de vez en cuando me preguntaba cómo podía ausentarse de su hogar durante tantas horas de noche sólo para conversar, por lo general me conformaba con la no-respuesta porque sentía que no me competía y tampoco tenía complejo de culpa.
Ya ni recuerdo de qué hablábamos tanto, pero en algún momento salió a relucir la cultura japonesa porque me regaló el Libro del Té, de Okakura Kakuzo, un clásico para la comprensión del taoísmo que habría de servirme de instrumento en mi escapismo obligado de esos años y también de muchos otros por venir.


Aunque no me acuerdo de qué hablábamos sí recuerdo a Luis como un ser muy especial, muy distante del macho criollo, ese prototipo del que no escapaban ni los colegas artistas más exquisitos de su tiempo. En una ocasión terminamos acostados como dos primitos sobre la tierra cubierta de hojas otoñales del Bosque de La Habana, yo, con mi cabeza en su brazo, ambos contemplando las estrellas y hablando sabe Dios de qué.
Nunca se le ocurrió a Luis iniciar un acercamiento sexual.


A veces él desaparecía por un tiempo. Yo no sabía dónde iba pero no importaba porque también sabía que iba a aparecer después, cualquier día, debajo del arbolito, como si nunca se hubiera ausentado.
Por aquel entonces vivía yo supuestamente en una casa de Cubanacán que había sido diseñada por un arquitecto para sí mismo y que el gobierno le había arrebatado al irse de Cuba. Digo supuestamente porque la falta de transporte aunada a la de comodidades -la casa carecía de muebles, de una estufa, de teléfono y, hacia el final, incluso de electricidad- me obligaba a vivir de facto en el pequeño departamento de mi madre, frente al cementerio de Colón. Cuando podía, sin embargo, iba a “mi” casa, una bella vivienda diseñada en varios planos, en perpetuo contacto con el exterior, de cuyo centro emergía un flamboyán, que se podía contemplar desde el plano inferior del living a través del cristal de la ventana que asomaba al diminuto patio interior. Dos puertas corredizas de persianas tropicales de madera barnizada se abrían hacia una terraza y un barcito, por cuyas paredes de ladrillos en direcciones alternadas que permitían que corriese el aire, se trepaba un jazmín de cinco hojas
Más allá una explanada de césped como jardín, rodeada de árboles frutales.
Disfrutaba yo mucho de aquella casa, aun sin electricidad, por eso agradecía a todo el que me quisiera dejar allá.
Como tenía carro, Luis a veces lo hacía.
Una de esas veces se quedó todavía un rato y nos sentamos en la terraza. Había luna llena y la fragancia de los jazmines era embriagadora.
Bajo la luz blanquecina Luis, que nunca se me había antojado y que tampoco se me estaba antojando en ese momento, se me convirtió en espíritu puro apenas envuelto por carne.. y en ese movimiento de espíritu a espíritu a través del lenguaje común de la carne, terminamos haciendo el amor porque, ¿no es el acto sexual, junto con la música, la forma más directa de conectarse con el cosmo o con la divinidad?


No recuerdo ni cómo nos separamos aquella noche ni si nos vimos el día después y no importaba porque, para mí, nada había cambiado. Nos habíamos encontrado materialmente en un movimiento del alma, pero eso no implicaba que volviera a suceder. La magia es de instantes, no se espera que perdure. Y yo seguía considerando a Luis un gran amigo.


Al muy poco tiempo conocí de manera muy casual al joven con el que terminaría yéndome de Cuba. La relación empezó de manera muy informal cuando me invitó a compartir unos días de vacaciones que le habían obsequiado en Varadero. Al regreso, sin embargo, sentimos que queríamos estar juntos.

No me di cuenta de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que me había encontrado con Luis hasta que lo vi de nuevo bajo el árbol al salir de la escuela. Me pidió perdón y yo no alcanzaba a darme cuenta por qué.

“Yo estaba en Varadero cuando estuviste allí”, me dijo, y yo seguía sin entender. “Te vi con otro hombre y me dio celos; por eso no he venido. Pero lo he pensado en este tiempo y me doy cuenta de que no tengo ningún derecho a estarlo. Por eso he regresado y te pido perdón”.

Grande de espíritu me pareció entonces, pero nunca tan grande como cuando ocho años después supe en Alemania que parte de la razón por la que yo había podido salir de Cuba como lo hice, en un crucero ruso con miles de estudiantes cubanos que regresaban a Europa tras sus primeras vacaciones de verano, era que él, que pertenecía a Seguridad del Estado, había dado el visto bueno.
Más grande aun cuando supe, también ocho años después, que él era el jefe de ese otro agente de Seguridad del Estado- cuya condición yo desconocía-, mi novio, con el que me había visto en Varadero, y con quien me estaba yendo de Cuba.

Nunca más supe de Luis, del que no recuerdo siquiera el apellido. Sólo me queda el libro que me regaló y la huella de la amistad, o el amor, mas puros que he sentido.

6/10/08

MI PADRE O EL PERDON

Para mis hermanos.
Para Tony, de Generación Asere.


José Roberto Gude
1915-2008




Sólo tres pequeñas coronas a ambos lados del sarcófago expresando duelo; una de ellas, de las compañeras de trabajo de una de sus hijas, por ende, compasión por su duelo.
Cuando los hijos presentes, de un primer y segundo matrimonio, tratamos arduamente de apelar a un recuerdo positivo, sólo nosotros, los del primer enlace, pudimos recordarlo caminando de cabeza sobre las manos en la arena de la playa del Casino Español.


Con mi hermana y conmigo. Yo soy la mas chica.


Con nosotros tres.

Mi padre, consumido, pero hinchado a ambos lados de las mandíbulas por el líquido de embalsamar, se veía casi diminuto en el sarcófago. Nunca había sido muy alto –apenas como yo, sin tacones- pero ahora parecía haberse reducido, y no por la contracción propia de la edad, sino por los asaltos que había sufrido su cuerpo los últimos 2-3 meses.
La vida quiso que, en el tramo final, él, que siempre quiso controlar todo y a todos, hubiese quedase a merced de los demás, prácticamente paralizado por su segunda embolia.
Me dio pena ver cómo se agitaba de alegría cuando lo iba a visitar, sobre todo porque yo, no sólo no lo quería, sino que había empleado 22 años de mi vida en olvidarlo.

Cuando regresé a Cuba, tras 15 años de ausencia y sin ningún contacto con él, lo único que mi hermano me pidió fue ir a verlo. No tenía nada en contra –como tampoco nada a favor- así que, ¿por qué no complacerlo?
Olvidar la violencia de mi hogar había requerido borrar hasta de mi subconsciente la casa de la infancia, el mundo de mi infancia, todo aquello que asociamos con el lugar donde crecimos, que es como decir La Patria.
Yo no tengo memorias de la infancia que quiera recordar. Cuando alguien habla de ciertas esquinas y rincones habaneros, yo no me acuerdo; de ciertas costumbres, ciertos personajes, lugares, yo no me acuerdo. ¿Cómo acordarme si los primeros 14 años de mi vida me los pasé encerrada en una asfixiante campana de cristal donde las únicas constantes eran la violencia, el abuso y el horror? Eran mis padres tratando de cortarse mutuamente la cabeza; era la policía al menos una vez al mes en mi casa; eran mi padre y mi madre abandonándonos alternativamente, era el rencor contra mi madre lanzado contra mí, que era su absoluta partidaria y mi padre encontrando cualquier pretexto para golpearme aprovechando las ausencias de mi madre.

Esa patria dulce de la infancia, esa Cuba mítica de la que hablan mis contemporáneos no tiene sentido para mí.
Lo que tiene sentido es la melancolía de los botes de los pescadores surcando suavemente las aguas de la bahía de La Habana al atardecer, la arena de la playa levantada por la ventisca en los morosos atardeceres del verano, las aceras rotas por los grandes árboles de las calles del Vedado entre cuyas raíces, bañadas por una luz amarilla mortecina, corren y brincan enloquecidas las cucarachas. Y sobre todo la luz. Persisten en mí la presencia de la luz y, por supuesto el ritmo, que de anécdotas estoy desprovista.

La bahia de La Habana al atardecer.




Foto de Sharif-El- Hamalawi.
Texto de José Ignacio Larcada de su libro inédito “Doce ventanas y un espejo”.

Por eso cuando mi hermano me pidió que fuésemos a ver a mi padre, después de 15 años, no me importó, ni para bien ni para mal. Como quiera que toda memoria que tenía de él estaba marcada por el odio y el miedo, me sorprendió ver grandes retratos de nosotros, sus tres hijos del primer matrimonio, colgados de las paredes de la sala de su segundo hogar, carentes de otros similares de sus hijas posteriores. Más me sorprendió aun cuando, a mitad de la visita, desapareció en el interior de la casa para aparecer de nuevo con una gran caja rectangular, profunda. Me la puso delante, como si se tratara del tesoro que se hubiera guardado durante años para la ofrenda ante al altar y me dijo, quitándole la tapa: “Escoge las que quieras y llévatelas”. Se trataba de las fotos familiares, intactas, en tan buen estado como probablemente el primer día., aunque, por supuesto, con la figura de mi madre dolorosamente ausente.
Hasta hoy son todas las fotos de familia que tenemos mis hermanos y yo.

Con los años también mi padre y su segunda familia llegaron a Miami y, al principio, hasta le visité algunas veces. Con el tiempo, la naturaleza de su segunda familia nos hizo distanciarnos de nuevo.
Me alejé todavía más cuando mi madre murió, en circunstancias bastante dolorosas. Irracionalmente, resentí que se hubiera muerto ella y no él y dejé hasta de responder a sus llamadas telefónicas.
Durante años me llamaba casi religiosamente una vez al mes, en mi cumpleaños y en Navidades y sólo me decía: “M´ija, soy yo, tu padre. Te llamaba para saludarte”. Supongo que era su forma de pedir perdón. Yo hubiera preferido que, en efecto, me lo pidiese, que hubiésemos conversado, pero era un hombre de una generación que no hablaba y que sólo se comunicaba a gritos y con golpes, como su propio padre, un gallego del que dicen le tiraba el plato de sopa a su mujer a lo largo de la casa si no la encontraba suficientemente caliente.


Sus llamadas finalmente cumplieron su cometido: 1-2 años antes de morir fui yo la que organizó un almuerzo al que le invitamos nosotros, los hijos del primer matrimonio. Muy pequeño y cojo de una pierna (había sufrido su primera embolia), le temblaba imperceptiblemente el labio cuando aparecí en la puerta de su casa y casi rompe en llanto cuando finalmente vio a mi hermano.



Mis hermanos y yo con mi padre en el almuerzo del 2006.

Paradójicamente yo fui una de las personas designadas por él para tomar decisiones sobre su salud, por eso cuando le dio la segunda embolia fue a mi a quien llamaron. Muy pronto me di cuenta de que esta vez no se iba a recuperar y le visitaba en el asilo de rehabilitación por pura compasión humana, porque me daba cuenta de la alegría que le daba y porque casi nadie le visitaba.
En una ocasión le rasqué la barba y él, estirando el cuello me dijo, balbuceando, de forma casi ininteligible: “Así me hacías cuando eras chiquitica”.
Me dio pena pensar que me había querido, que hubiese deseado que yo le hubiese querido también, pero había hecho tan mal las cosas que yo no le podía responder. Es más, nadie le podía responder. Tras de sí había dejado una estela de abusos de los que ni siquiera era consciente y que nunca había podido controlar.
Aunque era evidente que todos sus hijos habíamos sido sus víctimas, quizás él también había sido víctima, ¡quién sabe!, de los designios del destino...
A veces tengo la sensación de que todos nacemos con una misión, unos somos víctimas y otros victimarios, unos oprimidos y otros opresores, todos con un papel en un drama del que no tenemos una visión de conjunto.
Yo alcancé a decirle que le perdonaba.


Para acompañarlo a su última morada sólo sus dos hijas segundas, una nieta, las dos hijas de una sobrina y yo estábamos presente. De la funeraria partió la carroza con el ataúd y con sólo tres coches detrás. Yo me despedí a la altura de Kendall y el cuerpo de mi padre siguió su último viaje hacia el cementerio del sur con la compañía de sólo cinco personas.
Tan poco había dejado en el mundo.
Me dio pena el desperdicio de una vida, el desperdicio del amor, y todos los cadáveres que había dejado en el camino.




Roberto Gude y Benito Díaz construyeron el primer avión hecho en Cuba, en realidad una avioneta a la que dieron el nombre “La Estrella Errante” en 1937. La misma está en el Museo de Aviación de La Habana.

5/23/08

MICHAEL O LA PERFECTA SEMILLA AL VIENTO



Michael era un caso.

Sus visitas a la casa de mi amiga y vecina Mary Jo estaban siempre precedidas de nerviosismo, tanto para Mary Jo como para su hija: Michael llegaba siempre con un paquete de seis cervezas y, a decir verdad, nunca se sabía que más traía en el cuerpo. O a qué indeseable quizás traería a rastras, o siguiéndole los pasos. Por eso a Mary Jo no le daban mucha gracia sus visitas, como tampoco a su hija, que siempre temía pasar un mal rato, sobre todo si tenía a algún amigo en casa.

Sin embargo, tras los primeros momentos y cerciorándose de que no traía nada bajo la manga, a Mary Jo, que fue su primera esposa, le daba placer verlo, o más bien el placer de poder ejercer su compasión. Pero Michael era también un hombre muy vivaz y Mary Jo gravita hacia las personas vivaces como las mariposas a la luz. Además, era muy servicial, tan servicial que lo solíamos llamar “nuestro esposo”: era el esposo común, al que esperábamos para que nos arreglara una cerradura, nos remendara una pared o nos instalara una lámpara. Porque Mike era muy dotado. ¿Que Mary Jo quería hacer su escalera de madera? Tenía que esperar por él. ¿Que mi sala se inundaba y nadie lograba saber de dónde venía el agua? De seguro él daría con el origen. Y Mike hacía todo con gusto.
Llegó a ser parte tal de nuestras vidas que siempre contábamos con él para la Cena de Acción de Gracias. Y él siempre venía porque aparte de un montón de crápulas con el que compartía un apartamento innombrable, no contaba con más nadie en el mundo.
Déjenme puntualizar: Mike se había casado una vez más y hasta había tenido otro hijo, pero se había deslizado de sus vidas como se deslizó de la de mi amiga y su hija. Por alguna razón, sin embargo, siempre mantuvo un vínculo con Mary Jo, su primera esposa, quizás porque fue quien más joven le conoció o porque fue a la que más profundamente hirió. Hasta llegó a abrigar la secreta esperanza de “regresar a casa” cuando se divorciara de su segunda esposa.
Fue curioso conocer esa secreta aspiración de Mike, que no tenía nada ni aspiraba a nada.
Como era muy hábil artesano siempre conseguía trabajo o arreglando carros o barcos, sus dos pasiones, pero nunca quiso nada fijo, nada que le atara, tampoco nada que le hiciera esforzarse mucho. Sin embargo, apreciaban tanto su trabajo que en el último que tuvo, restaurando un yate, le dejaron hasta vivir gratis y trabajar a su aire con tal de que siguiera empeñado en él.
Con Mike no podía uno nunca estar tranquilo porque parecía siempre estar a punto de irse o de quedarse, sin que uno llegara a saber cuál de las dos cosas. Cuando hablaba no fijaba la vista y parecía siempre estar en otro lugar cuando conversaba. La verdad es que tampoco conversaba, sino más bien lanzaba frases sueltas frecuentemente sin mucho sentido sólo, sospecho que para dar la apariencia de que estaba presente.
Era un verdadero gourmet que sabía preparar las comidas de que tanto gustaba y a pesar de su inclinación por la cerveza –¡y quién sabe cuántas cosas más!- conocía sus vinos. Donde él estaba siempre había buena comida y buena bebida sin ninguna presunción.
Un tiempo lo acogió mi amiga, movida por su desamparo, pero terminó poniéndolo en la puerta cuando se dio cuenta de que le estaba espantando a los potenciales pretendientes. El se fue sin un reproche. Era un tipo que no exigía y que daba la impresión de no juzgar a absolutamente nadie.
Tenía, eso sí, una inclinación marcada por las malas compañías, tanto por lo que implicaban de no exigencia como por la compasión a que lo movían, porque Mike era un hombre compasivo: se apiadaba de la más drogadicta y perdida de las mujeres como del más sórdido, retorcido y desventurado malandrín de los hombres. A todos los quería por igual, y por igual que a su ex mujer y a su hija, por eso es que no tenía cabida en la vida de éstas.
Pero ellas le dejaban siempre abierta una puerta trasera, sobre todo gracias al gran corazón de Mary Jo.
Por herencia familiar Mike detestaba a los médicos; más bien por herencia ermitaña familiar que no permitía el acceso de segundos a la vida privada. Por eso cada hermano agarró por su lado y ya no mantuvieron el contacto entre ellos. Por eso la madre por poco se muere de una apendicitis. Y por eso Mike no buscó el médico cuando empezó a experimentar escalofríos, pérdida de peso, extenuación e irritabilidad.
En aquella última Cena de Acción de Gracias me dijo que no podía bajar las sillas del ático para completar los asientos, lo cual me asombró: Mike era un hombre fuerte de casi 6´3”. La desolación de Mary Jo cuando me dijo, con los ojos aguados, que le parecía que Mike se estaba muriendo, tampoco fue muy alentadora. Pero, ¿quién iba a pensarlo de ese hombre que no pedía nada y que parecía que lo podía sobrevivir todo?
Todos sentíamos que Mike era eterno.



Foto, Vivian Gude. Una cena de Acción de Gracias: adelante, de izquierda a derecha, Alejandro, Carmen, Mary Jo y su hija Lauren; atrás, Michael y Tom.


Yo fui quien lo descubrí. En realidad no fui yo sino la cartera que tocó a mi puerta y me alcanzó su teléfono celular con las palabras: “Llama a la policía que allá atrás hay un hombre muerto”.
Por supuesto fui a ver. Palabras así siempre suenan sospechosas.
Lo vi de lejos boca abajo y lo reconocí de inmediato. A pesar de que nunca lo había visto caerse borracho se me ocurrió que se había quedado dormido en el suelo.
Le dije a la cartera: “Yo sé quién es. No está muerto, de seguro se quedó dormido”.
Empecé a tocarle la espalda y a llamarle, a moverle, pero la cartera fue contundente: “Mírale el color de la cara, está muerto”.
En efecto, estaba muerto y tenía un buen rato de muerto porque tenía el rostro azul y ya mostraba rigidez en los brazos.
Había caído muerto a unos pasos de la puerta de Mary Jo, sosteniendo todavía una bolsita con algunos víveres que probablemente se pensaba comer en su casa.

La autopsia posterior arrojó que había muerto de un colapso fulminante de los pulmones resultante en parte de un catarro o gripe mal cuidada y una deficiencia pulmonar típica de los que han abusado de sustancias. Si hubiera ido a tiempo a un médico se hubiera podido salvar, su condición era bien salvable, pero no quiso. No quiso dejar a más nadie entrar en su vida, no quiso que se ocuparan de él.
Y murió justo delante de la casa de la única persona que había significado algún tipo de vínculo en su vida, una raíz, un hilo de atadura.
No he conocido de ninguna otra vida que se hubiera semejado más a una semilla al viento que la de Mike.



A la misa que organizó su segunda mujer acudieron sus amigos más cercanos. El salón de la iglesia estaba perfectamente dividido en dos: a la izquierda sus dos ex esposas con sus respectivos hijos y su hermana, la única a la que habían podido localizar y que leyó las palabras de despedida. A la derecha, toda la crápula con la que compartió aquella vida sórdida que también fue la suya; allí el ricachón vulgarote de cuyos negocios sospechábamos con su mujer de aspecto estridente; allí también la “bailarina exótica” que había esparcido el rumor de que era hija de Mike (y quizás lo era, ¡quién sabe!). Y para completar, supimos después que uno de sus amigos se había pasado toda la misa dando vueltas en auto alrededor de la iglesia porque quería estar presente, pero temía que el FBI estuviera filmando.
Toda una alegoría de la vida de Mike, del que nunca supimos realmente quién era o al que nunca pudimos aceptar en su perfecta dualidad, su perfecto desarraigo y su perfecta soledad.




5/4/08

LA OSCURIDAD QUE SIEMPRE REGRESA

Si no el primero, fue uno de mis primeros viajes después del 11 de septiembre. Llevaba conmigo esa memoria de dónde me encontraba en el momento mismo en que anunciaron que un avión se había estrellado contra una de las torres del World Trade Center y la visión horrorosa de la segunda torre desplomándose. La irrupción de la barbarie era algo tangible, el exabrupto de una cultura que se había anquilosado en el tiempo y que exigía su regreso a golpe de sangre.

Grecia no es cualquier cosa: es prácticamente todo. Visitar Grecia es regresar a los orígenes, unos orígenes anclados en un cielo azul limpísimo, sin nubes, infinito, que se refleja en unas aguas color cobalto que presagian profundidades inenarrables. El paisaje, en fin, de nuestros dioses, que con una exhalación crearon lo que hoy conocemos como la cultura occidental. Nuestra cultura occidental.



En Grecia está nuestra razón de ser, la de los occidentales, y no sólo en Atenas, pero en Atenas coinciden los grandes monumentos urbanos y arquitectónicos que son los pilares de nuestra cultura.



La Akropolis, que nos asalta en el medio de la ciudad, a la vuelta de una esquina; el Agora o corazón urbano donde se desarrollaba toda la vida ciudadana, incluso los teatros a los pies de la Akropolis donde se representaban las tragedias que han llegado hasta nuestros días.



La visita al Museo Arqueológico Nacional de Atenas, tan cerca de la plaza Syndagma y del popular barrio de Plaka, era de rigor.
Contrariamente a lo que se cree, pocas esculturas de la época helénica sobrevivieron a la conquista romana que utilizó cada una de sus piedras para erigirse un monumento –con perdón, más basto- a su propia grandeza. De hecho, las pocas que hoy se exhiben en el Museo Arqueológico fueron recuperadas del mar. Sólo así se salvaron del celo romano.
Entre ellas dos llaman la atención, la del Joven de Anticythera y la del Jinetillo.
La primera, con fecha aproximada del 430 A.C., es de bronce y fue recobrada de una embarcación naufragada. Es mayor que el tamaño natural y la perfección de sus proporciones no pudo ser igualada por el David de Michelangelo (perdón, pero esa es mi opinión, y he visto ambas esculturas personalmente).


La segunda, el Jinetillo, representa a un niño compitiendo en una carrera de caballos. Data de aproximadamente 220 A.C y es de tamaño natural. Maravilla no sólo la habilidad de reproducir en un material como el bronce los tendones y hasta parte del sistema vascular bajo la piel del vientre del caballo, sino la capacidad para captar la expresión de un caballo excitado, con belfos en los que casi se siente la espuma, y la de un niño cuya emoción le deforma el rostro mientras azuza al animal con una fusta que hoy le falta.
Si el arte es emoción, pocas veces he sentido la emoción que experimenté durante la casi media hora en que estuve dándole vuelta a la escultura, apreciándola desde todos los ángulos, descubriéndole detalles insospechados.








Al otro día fui al Museo Benaki.
El Museo Benaki es privado y es una exhibición permanente de las manifestaciones de la cultura griega, en un sentido amplio. Es más conocido por su colección de joyas de oro de la época helénica, aunque tiene muy pocos otros objetos del mismo período.
El Museo Benaki es el mejor que he visitado en mi vida, en cuanto a su función educadora. Uno entra por su puerta y el museo lo toma de la mano y le va contando un cuento, su cuento sobre el desarrollo de la nación griega.


Visita virtual al Museo Benaki.
(Seleccione arriba Permanent Collections; luego seleccione a la izquierda Byzantine Art, que le lleva a Building. Seleccione allí, a la derecha, arriba Virtual Tour)http://www.benaki.gr/index.asp?id=402010112&lang=en

Así fui yo siguiéndolo, de piso en piso y de habitación en habitación, de luminosidad en luminosidad hasta que el umbral de un pabellón casi en penumbras me obligó a declararme en reverencia. Apenas iluminadas por focos concentrados –nada de ambientación- las piezas eran como islas en medio de un mar oscuro, y de la luz concentrada de esos focos emergían rojos intensos, dorados y azules cobalto; vírgenes, niños Jesús, hijos del hombre en la cruz; habíamos llegado a las salas de arte bizantino. El arte de la Edad Media, el de un cristianismo que, nacido bajo la opresión del Imperio Romano había prevalecido sobre él y se había instituido en la formidable Iglesia Católica, universo de ideas que habrían de regir nuestro mundo por siglos y milenios, constituyéndose en el fundamento de nuestra cultura.
Un arte que es plano, bi-dimensional, que obvia la reproducción realista, que no conoce la perspectiva, que ignora el cuerpo humano, las motivaciones humanas, el gusto por el cuerpo y sus placeres, el interés por el otro y por la vida, los temas cotidianos. Que glorifica un espíritu elevado, separado del hombre y su destino; que desdeña la mortalidad y todo lo relacionado con la existencia terrenal. Un arte, en fin, que desconoce, por voluntad, la realidad, la existencia material del hombre y que, también por voluntad, echó al olvido los avances técnicos en la reproducción de la realidad que habían realizado los artistas durante los milenios anteriores .






Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. ¿Cómo era posible que se hubiese olvidado la maestría técnica que se había logrado? ¿cómo, la perspectiva, la reproducción de los detalles, el interés por el otro más cercano? ¿Y que se les hubiese olvidado por casi 1,400 años, hasta el Renacimiento?
De repente me dije que podía volver a pasar.
¿No creyó Europa que estaba ante el albor de un nuevo mundo a comienzos del siglo XX? La euforia de los nacionalismos se había hecho patente en los estilos Jugend y Art Nuveau, la pintura no podía estar en mejor momento, el naturismo –y hasta el nudismo- estaba en su mejor época, la psicología, gracias a Freud era la ciencia del mundo moderno, y la sexualidad, un campo infinito a explorar. Nunca pintó mejor la humanidad. Los cañonazos de la I Guerra Mundial regresaron todo a la oscuridad..

Puede volver a pasar. La barbarie siempre puede regresar.

Con la reciente memoria del 11 de septiembre un violento escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies.


Sepember11News.com




4/24/08

EL PUEBLO NINGUNEADO




Es mi más antigua amiga en el mundo. Taimi. Nos conocimos por un pequeño anuncio en una gacetilla firmado por una tal Taimi Tatti, que creí era un seudónimo. Siempre pensé que si tenía una hija le pondría Taimi, pero tuve un varón.
Taimi, una amiga como pocas, la persona más condescendiente conmigo que yo conozco, incluyéndome a mí misma, es callada, reservada y hasta cierto punto diría que estoica.
En todos los años que hemos compartido sólo me ha contado esporádicamente de unos familiares que sigue teniendo en Finlandia y algunos otros más lejanos en la antigua Unión Soviética. Y, sí, claro, hace enjundiosas sopas con klimpor (unas masitas de harina) y algunos platos fuertes que no se comen en Suecia. De su sueco-finlandés sólo conserva un poco de la entonación, que sin embargo es tan patente en su hermana Maja.
Taimi comenzó a visitarme anualmente en Miami hasta que finalmente vino con Maja, mayor que ella y también menos pulida, pero más comunicativa.
Súbitamente, contándoles yo el incidente del niño Elian, Maja soltó que ella sabía exactamente cómo sentíamos los cubanos porque ella había experimentado el mismo miedo. No sabía a qué se refería. Y comenzó a contarme de Ingermanland, como le dicen los suecos, o Ingrian, como le dicen los finlandeses. Una tierra prácticamente de nadie que ameritó tanto empeño para dispersar.
Su nombre deriva de los antiguos habitantes finlandeses, los ingrios, unas 130,000 almas aposentadas en el embalse del río Neva y el lago Ladoga, en el banco oriental del golfo de Finlandia. Este territorio, que perteneciera a Suecia, pasó a formar parte de Rusia al conquistarlo Pedro I en 1702, quien fundó allí la emblemática San Petersburgo.



Mapa de Ingria


Bandera de finlandeses ingrios

Triste mérito de Ingria fue que allí dio comienzo la colectivización soviética de la agricultura en 1928, lo que llevó a que 18,000 de sus habitantes fueran deportados a Karelia Oriental, la península de Kola, Kazajtán y Asia Central. Su escuelas fueron demolidas y su cultura sometida a una demolición sistemática, esfuerzos no suficientes, al parecer, ya que otras 7,000 personas tuvieron que ser deportadas a los mismos cinco infiernos siete años después, y en 1936, otras 20,000 más a Siberia, entre otros, para ser reemplazadas por rusos, ucranianos y hasta tátaros. Sus iglesias luteranas fueron clausuradas, y sus publicaciones y programas de radio en finlandés, prohibidas.
No es de extrañar, pues, que se aliaran a los alemanes cuando éstos invadieron, sobre todo que eso le permitió a 63,000 de sus individuos restantes huir a Finlandia durante la II Guerra Mundial.
Eso no se los perdonó el padrecito Stalin, que en terminada la guerra reclamó a Finlandia el regreso de los exiliados... aunque no fuera más que para deportarlos a otros punto perdido de la ex unión Soviética.
Finlandia, derrotada, con una deuda de 300 millones de dólares con la Unión Soviétia, habiendo perdido Karelia, no tuvo más remedio que cooperar para salvaguardar su independencia y algo de su dignidad. No sólo comenzó a entregar a los exiliados, sino que dio permiso para que agentes de la Unión Soviética recorrieran personalmente las ciudades y aldeas de Finlandia para arrebatar a los fugados. La persecución se extendió incluso a hijos de ingreses nacidos en el país, y en el terror que caracterizó todo lo que desarrolló Stalin, incluso a finlandeses nacidos y criados en el país pero que tuvieran algún tipo de relación con los ingreses. Nada los detuvo.
Así secuestraron a un tío de Taimi y Maja, a quien más nunca lograron sacar de aquella enorme mazmorra que fue la Unión Soviética.
Así se llenó de tal terror la familia de Taimi y Maja, que decidió huir a Suecia con la familia escondida en el compartimiento posterior de un camión.

“Tú no te acuerdas, Taimi, porque tenías unos 5 años”, le dijo Maya, “pero yo todavía recuerdo los pasos y las conversaciones afuera cuando el camión se paró, me acuerdo del horror a ser descubiertos y regresados. Por eso puedo ponerme en los zapatos de los cubanos...”.

4/12/08

HISTORIA DE DOS PLAZAS

Me estaban terminando de maquillar cuando una de las asistentas entró corriendo en el camerino y soltó: “¡Empezaron a construir el muro!”.
Era el 13 de agosto de 1961 y yo estaba en los estudios de cine de Babelsberg, en Potsdam, en el territorio de Alemania del Este, casi en la frontera con Berlin Occidental.
No sabía yo, una actricita de 18 años que se estaba preparando para una prueba de cine, que estaba ante un momento histórico de trágicas repercusiones para el pueblo alemán.
Desde ese momento el acceso a Babelsberg desde Berlin Oriental se hizo posible tan sólo por medio de un tren que, en dos horas, circunvalaba Berlin Occidental (antes la trayectoria había tomados apenas una hora).
A partir de ahí se crearon Checkpoint Charlie, la estación de tren Friedrichstrasse, los miles de familiares -novios, esposos, hijos, padres- separados tan sólo por una cuadra, que se comunicaban a gritos de balcón a balcón, el Checkpoint Alpha, un subterráneo partido por puntos de control, las estaciones fantasmas....
Yo no me dí cuenta de nada. Mi mente estaba en una “revolución triunfante” que había arrastrado a la mayoría de los jóvenes cubanos de mi generación.

Ese mismo verano me encontré ante la Plaza Roja, en Moscú.
Apenas unos meses antes habían inflamado la imaginación de esos mismos jóvenes con sueños de justicia social, de solidaridad, de pertenencia
La pertenencia, ese tema repetitivo de los anuncios de Coca-Cola.
Con la frasecita “La tierra será el paraíso bello de la humanidad...” me encontré de repente ante la Plaza Roja y creí encontrarme ante las puertas mismas del paraíso. No sé si lloré de la emoción, pero igual podría haberlo hecho. Las momias de Stalin y Lenin, que por entonces se encontraban ambas en el Mausoleo, realmente me sobrecogieron. Y no sólo porque se veían amarillentas y como iluminadas desde el interior.




Con la actriz cubana Rita Limonta y el actor croata Zvonko Zmacek en Moscú, 1961, para el Festival Internacional de Cine de ese año


Años después viví en Berlin y trabajé un tiempo en una tienda por departamentos que se llamaba Das Zentrum Warrenhaus (creo que hoy es Galeria), en la céntrica plaza Alexander Platz. Desde sus vidrieras veía todos los días, distante, la Puerta de Brandemburgo, gloriosa con su carruaje y sus caballos, lastimosamente tapiada. Era una puerta que no llevaba a ninguna parte.



Para que nadie olvidara la guerra y para que su destrozo fuera recordatorio cotidiano, se habían dejado en pie múltiples edificios en ruinas, constancia de los bombardeos.
Alexander Platz, la plaza más importante de Berlin Oriental, era una plaza gris y lastimera, recordatorio cotidiano a los pobladores de la ciudad de que no había escapatoria. De que cualquier intento por saltar el muro podía terminar en la boca de aquellos enormes perros pastores que alguna vez vi sobre los andenes del tren a Babelsberg. Erguidos sobre sus patas traseras, eran tan altos como los altísimos guardias que los llevaban. Confrontados en desafío, aun con bozal, inspiraban terror.


Diecisiete años después regresé a la Plaza Roja. Como ciudadana sueca y con los espejismos deshechos desde hacía rato.
Como a Stalin ya lo habían tirado al basurero de la historia, la única momia que quedaba era la de Lenin, pero ya no entré a verla.
Dicen que el custodio de Lenin tiene dificultades para obtener medios para conservarla. Mejor; que se pudra de a poquito.
Fue melancólico. Como volver a ver después de muchos años a aquel amante por el que casi morimos y darnos cuenta de que no sentimos nada. O peor, no entender cómo pudimos sentir lo que sentimos en aquel entonces. Eso es veneno para el alma.


La Plaza Roja hoy



Foto personal


El amor filial y las ansias de libertad -que es hacer lo que a uno le de la gana y cuando le de la gana- pudieron más que todos los muros del mundo. El Muro de Berlín cayó en noviembre de 1989 tras la concentración de más de un millón de personas en Alexander Platz, el símbolo de la humillación, la ignominia y la represión del pueblo alemán de los territorios del Este.
La Puerta de Brandemburgo se abrió finalmente en diciembre 23.

Alexander Platz, hoy









Fotos de Dagmar Monett


Mientras trabajaba en Das Zentrum Warremhaus soñé más de una vez con que esa puerta se abriera, que se derrumbara la pared para reunir a los seres queridos separados, para darle paso a las aspiraciones de los jóvenes, para que soplaran libres los vientos del espíritu indomable de los seres humanos.
Hoy me muero por volver a verla.


Foto: Fickr.com/Hispania
Puerta de Brandemburgo hoy

3/31/08

Gerda o el olor de las siringuillas


La conocí cuando ya tenía casi 80 años y la mayor parte de todo mi amor por Suecia tiene que ver con ella.
Gerda vivía sola en una casa tradicional de techo de dos aguas color rojo Falun.



La casa de Gerda, en rojo Falun

Alquilaba un cuarto, pero en realidad creo que quería un poco de compañía y quizás una pequeña ayuda en cosas cotidianas. Le encantó hacerse de una jovencita latinoamericana de 25 años para que viviera en el segundo piso (ella vivía en realidad en la planta baja).
Gerda tenía muy buenos recuerdos de Latinoamérica: había vivido un año en Chile... hacía cincuenta. Por eso hablaba español, todavía hablaba español, el español de Chile, cosa que se prestó a algunas confusiones como cuando una vez me anunció que vendría su familia con la “guagua” y yo me quedé esperando el autobús lleno de viejitos. Porque ella tenía una familia amplia y longeva.
Además del español hablaba, por supuesto, sueco, pero también francés, inglés y creo recordar que incluso alemán. No se perdía ningun noticiero del día, leía dos periódicos y pertenecía a dos clubes de libros. Estaba informada.

En su casa había auténticos muebles estilo Imperio y tenía accesorios de servicio que podrían haber formado parte de la colección de museos. Más aún: tenía un gran accesorio de cristal para el servicio de mesa de origen francés que servía con gusto cuando invitaba a cenar y unos recipientes de plata para servir la mostaza de los que solía comentar: “Hay uno igual a éste en el Museo Nacional”.
Y es que Gerda procedía de Dalecarlia donde su padre había sido pastor. Tradicionalmente la cultura sueca “fina” era pasada en herencia desde las fincas de los pastores de esa región, esa cultura que se nutría de Alemania o Francia, dependiendo de la casa real de turno, y que llevaba entretejida la influencia danesa y la simplicidad y devoción de los pietistas que crearon sus famosas pinturas de Dalecarlia (“dalmaalningar).



Una pintura mural de Dalecarlia (dalmaalning), La escalera de la edad

Gerda, que había nacido casi dos décadas antes del siglo XX me contaba de cómo en las fincas se construían los dormitorios al otro lado del pesebre de las bestias para beneficiarse de su calor. También de las reuniones de otoño alrededor de una gran fogata para contar cuentos de aparecidos.
Poco a poco, en el año en que viví en su casa, me fue develando imagen tras imagen de una Suecia primordial, primitiva; una Suecia anterior al bienestar y a la riqueza, la socialdemocracia, el orden y la perfección. Me fue introduciendo en la quintaesencia de lo sueco.
Su casa estaba en una de las muchas islas que componen el archipiélago de Estocolmo que, según me contaba, había sido poblada sobre todo por profesionales y maestros al albor del siglo.
Recordaba los tiempos en que, para acudir a la misa de gallo, los vecinos habilitaban con pesadas pieles los trineos que, tirados por caballos, les llevaban a la iglesia.

Gerda tenía cuatro hijos adultos regados por todo el país, y en cuanto llegaba el verano emprendía recorridos de visita que la llevaban a quedarse casi un mes en cada hogar. Por eso los veranos yo estaba prácticamente sola en aquella gran casa con tres habitaciones en el piso superior que solo yo ocupaba. Me daba gusto porque podía ir a tenderme en el balconcito de la habitación mayor bajo las hojas del abedul trémulas por la brisa y transparentemente doradas por los rayos del sol.

Gerda y yo nos llevábamos muy bien a pesar de que le había pintado la calefacción de mi cuarto en dos tonos de rojo y de que una mañana, tras una fuerte nevada que había durado toda la noche, me la encontré barriendo la nieve de la puerta de entrada cuando fui a despedir a un amigo polaco que, era evidente, no había dejado huellas en la nieve.
Era tan abierta a la vida y tan serena, que a mis 25 años me intrigaba si podía imaginarse su propia muerte. Una vez le pregunté: “Gerda, ¿no le tienes miedo a la muerte?”, y me respondió:
“¡Oh, no, en lo absoluto. ¿Te imaginas? Yo vi volar el primer avión ¡y acabo de ver al primer hombre poner los pies en la Luna!”

Recuerdo el olor de la tierra del gran jardín que rodeaba su casa, los crotos que rompían tímidamente la nieve y luego se volvían tan inevitables. A sus nietas adolescentes remontando el camino hacia la casa y cantando a dúo bajo la luz amarillenta del otoño. El camino que serpenteaba entre los pinos. El olor literalmente embriangante de las siringuillas bajo la luz plomiza y sin sombras de las noches claras del verano temprano.



Otro ángulo de la casa de Gerda. Nótese el balconcito en el piso superior.

Después siempre he recordado ese año que viví con ella como el más feliz de mi vida.
Cuando murió, años después, sus hijos me invitaron al velorio. Al llegar a la iglesia todos vinieron a abrazarme fuertemente como si fuera parte misma de la familia.
Entonces me di cuenta de que lo había sido, de que aquella mujer sueca de 80 años había encontrado en aquella muchachita cubana de 25 a alguien a quien darle lo mejor de sí. Y al hacerlo, la muchachita cubana de 25 años había aprendido, a través de ella, a amar a Suecia, a la Suecia trascendental que sigue llevando en el fondo de su corazón.

3/27/08

PICPUS O EL TERROR...


Para ser exactos, el Reino del Terror, ese período de unos 11 meses, entre el 5 de septiembre de 1793 y julio de 1794, de la Revolución Francesa que, liderado por Saint-Just y Roberpierre, le costó la vida a unas 40,000 personas que perecieron guillotinadas tras juicios sumarísimos en Paris.
El hedor de toda la sangre vertida con las decapitaciones llegó a ser tan grande en la Plaza de la Concordia, que los vecinos clamaron por un nuevo sitio para las ejecuciones, que entonces se trasladaron a la Plaza del Trono al Revés (hoy Plaza de la Nación), a sólo cinco minutos del convento Channoinesse de San Agustín.
En sus jardines, entre junio 13 y julio 28 de 1794 fueron enterrados en dos fosas comunes 1,300 hombres y mujeres aguillotinados por “la justicia revolucionaria”.
1306 personas en sólo 46 días.. mas de 28 personas por día si no se descansaba ni sábado ni domingo. Algunas veces 55 personas en una sola jornada, o sea, una persona guillotinada cada cuarto de hora, si se “trabajaban” 12 horas seguidas...


Eran tantas que llegaban los cuerpos, cada uno con su cabeza entre las piernas, amontonados unos sobre otros en las carretas que iban chorreando sangre por todo el camino.
1109 eran hombres; 197 mujeres.
De los hombres, 108 pertenecían a la nobleza, 244 al clérigo, y 178 eran militares.
Pero 579 eran ciudadanos comunes.
De las mujeres 51 pertenecían a la nobleza y 23 eran monjas.
Pero 123 eran mujeres comunes.
O sea, que más de la mitad eran ciudadanos comunes y corrientes: panaderos, zapateros, jornaleros, guardabosques, criados, cordoneros, candeleros, torneros....
Todos guillotinados y enterrados en dos fosas comunes.


Vista hacia la fosa común no. 1
En dos grandes muros de mármol en el interior de la capilla de lo que hoy es el Cementerio de Picpus, están los nombres de los ajusticiados, con sus edades y profesiones.









Los dos muros con los nombres de todos los enterrados en las dos fosas comunes.
Hay familias enteras, por ejemplo, la de Sainte Amaranthe, de 42 años, con sus hijos Emilie, de 19, y Louis, de 17 años. El más joven allí enterrado tenía 14 años, el mayor, 92.
Detalles del muro con las inscripciones de los ejecutados. Préstese atención especial a las cuatro primeras inscripciones: Jean, 28, cordonero; Moffré, 26, candelero; Ange, 29, hilvanador; Jean, dit Cauvin, 27, tornero.

Llegué al pequeño cementerio olvidado en la tranquila callecita de Picpus de la circunscripción 12 de Paris. Hoy es un cementerio privado gracias a que los familiares de algunos de los allí enterrados adquirieron los terrenos del convento y la capilla, honrando la memoria de sus seres queridos. Sólo los familiares de los que allí yacen pueden también se enterrados en ese lugar, aunque en unsegundo cementerio aledaño con tumbas marcadas. Uno de ellos es la marquesa Adrienne Noailles, cuya hermana y madre yacen en una de las fosas comunes. La marquesa Noailles fue laesposa del también aristócrata francés Marqués de Lafayette, quien yace junto a ella con una bandera estadounidense sobre su tumba, quizás la única bandera perpetua en suelo parisino.

La tumba de Lafayette

Lafayette, el héroe de la revolución americana y el que, inspirado en la Declaración de Independencia de los EE.UU. regresó a Francia y propuso ante la Asamblea Nacional del “antiguo régimen” la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que liquidaba a la monarquía en Francia. El mismo Lafayette que luego fue desdeñado por los nuevos líderes de la Revolución que terminaran devorados por esa fauce insaciable que son todas las revoluciones.
Todo para que 10 años más tarde un general, Napoleón, se coronara Emperador de Francia.