7/17/08

LA AMISTAD MAS PURA. O EL AMOR MAS PURO.

Edicion de 1943

Lo único que recuerdo es que se llamaba Luis, y como no me dedicó el libro que me regaló, no hay forma de que me acuerde de su apellido que, sí, era bastante común. Tampoco conservo ninguna foto de él.
Salió... de debajo de un árbol, o al menos así lo recuerdo: yo terminaba de dar mis clases nocturnas en la escuela de arte dramático y allí estaba, debajo del arbolito, sin que hubiéramos acordado cita previa.
Nos íbamos a caminar y a conversar durante horas. Mi generación y la gente de mi quehacer, el artístico, caminábamos mucho en aquellos años y conversábamos todavía más. Pero él no era artista. En realidad no sabía de él más que era casado y tenía niños, y aunque de vez en cuando me preguntaba cómo podía ausentarse de su hogar durante tantas horas de noche sólo para conversar, por lo general me conformaba con la no-respuesta porque sentía que no me competía y tampoco tenía complejo de culpa.
Ya ni recuerdo de qué hablábamos tanto, pero en algún momento salió a relucir la cultura japonesa porque me regaló el Libro del Té, de Okakura Kakuzo, un clásico para la comprensión del taoísmo que habría de servirme de instrumento en mi escapismo obligado de esos años y también de muchos otros por venir.


Aunque no me acuerdo de qué hablábamos sí recuerdo a Luis como un ser muy especial, muy distante del macho criollo, ese prototipo del que no escapaban ni los colegas artistas más exquisitos de su tiempo. En una ocasión terminamos acostados como dos primitos sobre la tierra cubierta de hojas otoñales del Bosque de La Habana, yo, con mi cabeza en su brazo, ambos contemplando las estrellas y hablando sabe Dios de qué.
Nunca se le ocurrió a Luis iniciar un acercamiento sexual.


A veces él desaparecía por un tiempo. Yo no sabía dónde iba pero no importaba porque también sabía que iba a aparecer después, cualquier día, debajo del arbolito, como si nunca se hubiera ausentado.
Por aquel entonces vivía yo supuestamente en una casa de Cubanacán que había sido diseñada por un arquitecto para sí mismo y que el gobierno le había arrebatado al irse de Cuba. Digo supuestamente porque la falta de transporte aunada a la de comodidades -la casa carecía de muebles, de una estufa, de teléfono y, hacia el final, incluso de electricidad- me obligaba a vivir de facto en el pequeño departamento de mi madre, frente al cementerio de Colón. Cuando podía, sin embargo, iba a “mi” casa, una bella vivienda diseñada en varios planos, en perpetuo contacto con el exterior, de cuyo centro emergía un flamboyán, que se podía contemplar desde el plano inferior del living a través del cristal de la ventana que asomaba al diminuto patio interior. Dos puertas corredizas de persianas tropicales de madera barnizada se abrían hacia una terraza y un barcito, por cuyas paredes de ladrillos en direcciones alternadas que permitían que corriese el aire, se trepaba un jazmín de cinco hojas
Más allá una explanada de césped como jardín, rodeada de árboles frutales.
Disfrutaba yo mucho de aquella casa, aun sin electricidad, por eso agradecía a todo el que me quisiera dejar allá.
Como tenía carro, Luis a veces lo hacía.
Una de esas veces se quedó todavía un rato y nos sentamos en la terraza. Había luna llena y la fragancia de los jazmines era embriagadora.
Bajo la luz blanquecina Luis, que nunca se me había antojado y que tampoco se me estaba antojando en ese momento, se me convirtió en espíritu puro apenas envuelto por carne.. y en ese movimiento de espíritu a espíritu a través del lenguaje común de la carne, terminamos haciendo el amor porque, ¿no es el acto sexual, junto con la música, la forma más directa de conectarse con el cosmo o con la divinidad?


No recuerdo ni cómo nos separamos aquella noche ni si nos vimos el día después y no importaba porque, para mí, nada había cambiado. Nos habíamos encontrado materialmente en un movimiento del alma, pero eso no implicaba que volviera a suceder. La magia es de instantes, no se espera que perdure. Y yo seguía considerando a Luis un gran amigo.


Al muy poco tiempo conocí de manera muy casual al joven con el que terminaría yéndome de Cuba. La relación empezó de manera muy informal cuando me invitó a compartir unos días de vacaciones que le habían obsequiado en Varadero. Al regreso, sin embargo, sentimos que queríamos estar juntos.

No me di cuenta de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que me había encontrado con Luis hasta que lo vi de nuevo bajo el árbol al salir de la escuela. Me pidió perdón y yo no alcanzaba a darme cuenta por qué.

“Yo estaba en Varadero cuando estuviste allí”, me dijo, y yo seguía sin entender. “Te vi con otro hombre y me dio celos; por eso no he venido. Pero lo he pensado en este tiempo y me doy cuenta de que no tengo ningún derecho a estarlo. Por eso he regresado y te pido perdón”.

Grande de espíritu me pareció entonces, pero nunca tan grande como cuando ocho años después supe en Alemania que parte de la razón por la que yo había podido salir de Cuba como lo hice, en un crucero ruso con miles de estudiantes cubanos que regresaban a Europa tras sus primeras vacaciones de verano, era que él, que pertenecía a Seguridad del Estado, había dado el visto bueno.
Más grande aun cuando supe, también ocho años después, que él era el jefe de ese otro agente de Seguridad del Estado- cuya condición yo desconocía-, mi novio, con el que me había visto en Varadero, y con quien me estaba yendo de Cuba.

Nunca más supe de Luis, del que no recuerdo siquiera el apellido. Sólo me queda el libro que me regaló y la huella de la amistad, o el amor, mas puros que he sentido.