7/30/09

RUTA A LO FANTÁSTICO Y LA LOCURA. II




Yaxchilán se encuentra justo sobre el Usumacinta, el caudaloso río que separa Chiapas de Guatemala, en medio de la selva tupida. A la antigua ciudad maya, conocida por sus estelas casi íntegras, se accede –o se accedía- , bien por el río o por el aire, con avioneta.
En el sitio se encuentra un campamento del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México, apenas un cuartelón de habitaciones ocupado durante la época del año en que se realizan estudios y abandonado el resto del tiempo, aunque resguardado por un custodio. Ante él se extiende una gran explanada.

Para llegar a Yaxchilán contrataron a un guía tabasqueño, hombre de dulce talante indígena que llevaba años manejando los viajes a la selva. En dos camionetas salimos de Palenque rumbo a Yaxchilan, un camino de terracería que toma-o tomaba –esto que les cuento sucedió hace 17 o 18 años- seis horas recorrer y que de vez en cuando pasaba por un caserío. Cuando llegamos a Frontera-Corozal y nos hicieron bajar, estaba convencida de que había llegado al fin del mundo y no tenía idea de cómo esto nos conduciría a Yaxchilan, pero nos dijeron que caminásemos junto a la casa, hacia el río que ni siquiera se avizoraba.


Súbitamente, a la vuelta de uno de sus muros se reveló el Usumacinta, tronando abajo, pero también apareció una cuadrilla de gomeros, machete a la cintura, remontando la ribera, ceño fruncido de extrañeza por nuestra presencia que Marta, detrás de mí, interpretó como hostilidad. La vi quedarse lívida y casi paralizada.

Agarrándonos de ramas y lianas, resbalando a veces por las laderas fangosas del río, descendimos como pudimos hasta las barcazas. Remontamos el río como una hora hasta que el guía señaló un punto en la ribera igualmente insólito, fangoso que apelaba a la imaginación para remontarlo. Lo remontamos de igual manera que habíamos abordado las embarcaciones y llegamos a Yaxchilan.









YAXCHILAN


Cuando uno lleva un tiempo en México moviéndose en ambientes de arqueología todo túmulo, toda elevación o colina resulta sospechosa; el país todo, y especialmente sus regiones del sureste y el sur, es un gran depósito de ruinas arqueológicas todavía sin descubrir. Así y todo nos agarró de sorpresa cuando nos dimos cuenta, al descubrir un pedazo de escalón, que el terreno por el que llevábamos un buen rato caminando –Marta, en absoluto silencio y todavía lívida- era la capa superior de una pirámide, la pirámide que, finalmente, al subir a su punto más alto, nos develó las magníficas estelas mayas por las que el sitio es famoso. ¡Nos sentimos, literalmente, en la cima del mundo!

El guía no traía tiendas de campaña para todos, así que al caer la noche discutimos quiénes se alojarían en éstas y quienes dormirían en hamacas a cielo raso. Todas las mujeres –con excepción de Marta- insistimos en dormir en hamacas: no nos queríamos perder la experiencia de dormir al aire libre en la selva y quizás de experimentar, como nos contara el guía, al sigiloso jaguar que se desliza entre los hombres de noche, oliendo sus cosas y siguiendo de largo. No me preocupaban las serpientes, por más que nos habían advertido que en la zona había nauyacas, enormes reptiles (alcanzan más de 7 pies) de carga venenosa letal, que cuelgan de los árboles y se confunden con ellos. En mi absoluta ignorancia sobre la vida realmente silvestre, la aseveración del guía de que traíamos antídoto contra las serpientes me hizo sentirme totalmente confiada. A partir de ahí me dispuse a disfrutar.

En la casa del custodio comimos lo que creo que era jutía, una experiencia primitiva que tenía lugar casi en la oscuridad, porque el lugar carecía de luz eléctrica. Un quinqué daba la poca luz que nos permitía ver los rostros, y sobre todo los ojos de Marta, que en medio del convivio animado y los cuentos para darnos espanto, permanecían mirando al frente, sin parpadear, perdidos en algún lugar dentro de sí. Marta, además, no había probado bocado. Se me ocurrió llamarla fuerte por su nombre y, como volviendo de un trance, giró los ojos en redondo y los fijó en mí, con una mirada totalmente vacía. Una vez en Cuba, siendo muy joven, tuve la desdicha de presenciar como otra joven, acosada por los genízaros políticos-morales de la “revolución”, perdía la razón en 24 horas delante de mis ojos. Yo conocía esa mirada. Me di cuenta de que Marta se nos había ido.

Esa noche el guía se acomodó sobre un banco e, inclinado sobre su hamaca, meció a Marta toda la noche mientras le cantaba bajito, supongo que canciones de cuna. No sé si él entendía a cabalidad lo que le pasaba a la muchacha. El mexicano no tiene que entender con la cabeza para saber cómo tiene que actuar, llevado por esa intuición que es el regalo de una esencia que nunca se ha alejado realmente de la naturaleza. Le cantó y le arrulló toda la noche, como si quisiera conjurar todos sus espantos y ganar para ella la salvadora luz del día. Pocos conocen esa capacidad de ternura del alma indígena masculina; yo he tenido la suerte de presenciarla varias veces.

No era fácil. Acampados justo al lado del río, el fragor de las aguas se confundía con los gritos de los monos aulladores del lado de Guatemala, simios pequeños que llenan con su escándalo espeluznante el silencio de la noche de la selva y que parecían ir avanzando hacia el lado de México, donde estábamos. A mi memoria acudió el Tarzán de mi infancia con sus ataques de orangutanes, mandriles, etc.

Y así se me ocurrió ir a lo que llamábamos “el retrete maya”, es decir, los matorrales para las necesidades físicas.

Con la linterna de mano que formaba parte de nuestro equipaje obligatorio avancé entre la maleza, especialmente alerta a los árboles y las falsas lianas que pudieran estar disimulando la temida nauyaca. El torrente del río tronaba a la derecha, salpicado de los aullidos de los monos. Una luna llena espléndida me ayudaba en el avance. Pasé un último grupo de árboles y de repente apareció la explanada. Me quedé petrificada: ante mí se abrió un campo que parecía todo sembrado de diamantes. La luz que irradiaba el suelo, confundiéndose con la luz plateada de la luna, formaba un resplandor que iluminaba la noche. Eran cocuyos, la explanada había sido invadida por miles, decenas de miles de cocuyos, todos reflejando luz a la misma vez.

Me quedé sin aliento. Apagué la linterna y mientras contemplaba el espectáculo, queriendo grabar la imagen en mi retina, en mi memoria, en mi esencia profunda, un gran sosiego me inundó el alma. No pensé en los jaguares, no pensé en las nauyacas. En la armonía de la que yo súbitamente había pasado a formar parte no había peligros porque todo tenía su lugar, como todo tiene su lugar en ese cosmos que esa noche, en la explanada, fue una conciencia vívida.

Regresé a oscuras, convencida de que si mi camino se cruzaba con el de un jaguar ambos nos íbamos a mirar y seguir de largo, convencidos cada cual del lugar que nos correspondía en el universo.

Nunca supe por qué todos esos cocuyos habían coincidido en ese lugar a la misma vez y por qué habían emitido esa luz al unísono.

El resto de mis días me lo he pasado tratando de revivir esa experiencia cósmica que viví esa noche en la selva, y si algo que me entusiasma de la idea de mi muerte es la esperanza de que sea así, de que yo pueda finalmente regresar al principio en que todo era uno y uno era todo, o como lo llaman algunos, Dios.

No pudimos proseguir el viaje hasta la meta final, Bonampak, porque Marta, decididamente, perdió la razón. Iniciamos el regreso a Palenque alternándonos para atenderla en sus ataques de terror, a ratos violentos. Su esposo vino por ella y se la llevó directamente a New York. Tengo entendido que estuvo internada tres meses en un hospital siquiátrico.



En cuanto a mi misión de promover el estado de Chiapas, llegué a publicar el artículo, pero no gracias a las atenciones de la Secretaría de Turismo del estado, sino más bien a pesar de ella. Todo el apoyo que recibí fue de una de sus secretarias que, por amor a su tierra y por vergüenza, me llevó en su carrito destartalado a visitar el Sumidero, un profundo cañón en las afueras de Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado, que yo conocía de sobra. Las fotos que lo acompañaron fueron las de un ingeniero chiapaneco que había dedicado su existencia a apresar todos los rincones de su estado en sus mejores momentos. Es su visión y su labor de amor la que ha plasmado a Chiapas para la posteridad.

Así la transmití yo también, una sencilla cubana enamorada de una tierra mágica.

7/22/09

RUTA A LO FANTÁSTICO Y LA LOCURA. I


Mi objetivo final era hacer algo por Chiapas, ese estado tan olvidado de la mano de Dios, tan a la zaga, que se sumó a la revolución mexicana cuando ya se había acabado en el resto del país, como dijera el poeta chiapaneco Eraclio Zepeda. ¿Por qué Chiapas? Porque lo conozco bastante bien y porque Chiapas, hace muchos años, fue mi introducción a México en la boca de Zepeda y la del pintor Carlos Jurado, de la legendaria San Cristóbal de las Casas.

También Chiapas porque, en su mezcla particular de alma centroamericana –en un tiempo fue parte de Guatemala- y lejanía de la capital, genera políticos que aspiran al poder sólo para participar en “la grilla”, ese quehacer político, mezcla de intrigas, zancadillas, negocios sucios y a veces hasta asesinatos, que les garantiza sentirse parte del “quehacer nacional”, y que hacen bien poco por su estado.
De ahí que no me sorprendió cuando, habiéndome brindado para escribir un artículo de promoción turística de Chiapas en una de las revistas de periodismo ligero más leídas del continente, recibí el mensaje oficial que la invitación estaría en pie para cuando llegase al estado. Había que encontrar la forma de llegar allá y me la busqué.
Al viaje estábamos invitados sólo 4 o 5 reporteros de publicaciones internacionales, casi todos estadounidenses, uno de ellos básicamente fotógrafo, y todos aventureros por igual. Encandilados ante el programa de casi una semana que comenzaba en Yucatán y terminaba en Yaxchilan, casi en la frontera con Guatemala, sorbíamos gozosos la información que nos proveía el primer día la coordinadora, una muchacha –creo que de nombre Marta- que había sido enviada expresamente de New York por la compañía de relaciones públicas contratada por la Secretaría de Turismo de México, para llevarnos de la mano por la Ruta Maya, un itinerario que abarcaba la parte mexicana del mundo político, religioso y cultural maya que en otro tiempo había sido un eje de ciudades desde Yucatán hasta Honduras.
Cuando nos anunciaron que quien nos iba a guiar en la visita al Museo Regional de Arqueología de Yucatán era su mismísimo director, nos emocionamos, no pensábamos que se podía pedir más.
La palabra “arqueología” evoca muchas fantasías en la imaginación popular e incluso la no tan popular. Una de las más comunes tiene que ver con Indiana Jones; otra, las historias que elaboran los guías de turismo de la ruinas arqueológicas para entretenimiento de turistas. La arqueología tiene que ver con desenterrar, analizar y catalogar; su relación y significado queda para otras disciplinas. Para el que espera saber si en el cenote que tiene delante sacrificaban vírgenes, es poco consuelo –y en realidad bien aburrido- saber que “se han encontrado algunos huesitos de fémina joven con fecha de carbón tal y tal”.

Fecha de carbón tras fecha de carbón subimos pirámides chicas, medianas y grandes; bajamos pasadizos estrechos, húmedos y calientes, a veces con el aliciente de que la canalita que corría paralela a los escalones se construía para que “las ánimas de los muertos pudieran salir de noche” (¡ahí había una historia!). Cuando finalmente el fotógrafo –canadiense- tocó tierra tras bajar los escalones excesivamente estrechos de la última de las pirámides que nuestro director insistía en que visitáramos, se echó en cuatro patas al suelo y besó la tierra: no había creído que lo lograría jamás. Nosotras, todas citadinas, todas trabajadoras de buró, estábamos deshechas. ¡Al otro día nos dolían hasta las pestañas!


Chichen Itza, templo de Kukulkan

Palenque, en Chiapas, es una de las ruinas más completas y magníficas del mundo maya, y en camino a ella a través de Tabasco nos azuzábamos con noticias del periódico sobre una epidemia de malaria por una plaga insoportable de mosquitos, con historias sobre serpientes horribles y mortales y jaguares sigilosos, supongo que con el mismo entusiasmo de un grupo de blancos que emprende un safari por el centro de Africa. A excepción de Marta, nuestra coordinadora, que se mantenía más bien callada.

Palenque es deslumbrante por su cantidad de edificios expuestos y no expuestos, por su dizque “observatorio” pero, sobre todo, por la así llamada tumba del Señor de Palenque (Pacal), excavada por el cubano Alberto Ruz Lhuillier , quien tanto se dedicó a arrancarle la vieja ciudad a la selva, que decidió poner a descansar sus huesos en el sitio, erigiéndose una modesta tumba en el lugar, marcada sólo por una lápida de piedra. La selva sigue guardando al menos la mitad de los secretos, pero la otra mitad ha estado liberada durante tanto tiempo –unos 50 años- que cualquier animal salvaje ha desaparecido, empujado por la bullanguería y el desparpajo de los turistas. Nuestro hotel se encontraba en la periferia de la ruinas. Por su patio trasero pasaba un arroyuelo de aguas muy frías y retozonas y en la margen opuesta los árboles se perdían en La Selva. Me percaté de la obvia cercanía –que a nosotros los periodistas nos tenía sin cuidado- cuando fui a ver a Marta a su habitación y la sorprendí atisbando hacia la selva tras las cortinas de la ventana.

Palenque




Marta era una muchacha de origen cubano-americano que parecía haber sido educada en un medio muy protegido. Había tenido la mala fortuna de caer junto con su esposo en la Guatemala de los peores tiempos de la guerrilla y parecía guardar de aquello un recuerdo de terror visceral. La idea de La Selva, no sólo no le resultaba excitante, sino parecía causarle pavor y su atisbar temeroso hacia la oquedad de los árboles era el vaticinio de las cosas por venir.



La selva lacandona



Continuará.....