8/21/08

DINAMARCA Y LA GUERRA DE COREA

Hay gente que piensa que, porque yo las he pasado muy duras, he tenido una vida ingrata.
Todo depende de si uno entiende que aquella frase china de “Que tengas una vida muy interesante” es realmente una maldición o un buen augurio.
Yo, a ratos he tenido una vida difícil, a ratos infeliz, pero siempre interesante. Quizás en parte porque, a pesar de todo, he tenido una gran dosis de ingenuidad, de buena intención y un optimismo innato –o soberbia- que siempre me ha hecho sentir que a mí nunca me puede pasar nada realmente malo.
Por eso he tomado unos cuantos riesgos que, aunque hoy me hacen temblar de puro pensarlo, agradezco haber tomado.
Uno de ellos fue durante un viaje a Copenhague.

Solía mi amigo Torsten, un norteño con aire de auténtico vikingo (una réplica del mismísimo rey Vasa), manejar grandes rastras entre Suecia y Dinamarca; yo era una paupérrima aspirante a estudiante que tenía ganas de salir a cualquier lugar con un poco de desorden. Créanlo o no, comparada con la pulcra, ordenada y antiséptica Suecia de aquellos años (finales de los 60´), Dinamarca, y particularmente Copenhague, era casi un lupanar. Por eso cuando Torsten me invitó a irme a Copenhague viajando toda una noche, acepté sin pensarlo dos veces.

Mi amigo Torsten Braennstroem y yo, en un día de Midsommar

Llegamos al mediodía y de inmediato nos fuimos al hotel a dormir unas horas porque a las primeras luces de la siguiente mañana emprenderíamos el regreso. Cuando me desperté eran casi las 11 de la noche y todos mis planes de turistear por la ciudad y, sobre todo, de ir al puerto libre para ver al menos borrachos, gente fea y prostitutas, todos de carne y hueso, se fueron al diablo. Corrí desesperada a tocarle la puerta a Torsten para que se despertara y me acompañara, pero no había nada que hacer: él quería seguir durmiendo.
Como no me doy por vencida así como así, agarré la puerta del hotel dispuesta a llegar yo sola a lo que yo consideraba sería un pintoresco distrito.
La realidad es que no llevaba ni un mapa de la ciudad, pero empecé a caminar de todos modos como si esperase que algunas señales secretas me señalasen el camino. Cuando llevaba unos 10 minutos caminando sin desesperarme, supongo que mi desorientación debe haber sido manifiesta porque se me paró un taxi al lado.
“¿Para dónde va?”, me dijo. “Para el puerto libre”, le contesté.
“La llevo”, me dijo, y le repliqué: “No tengo dinero para pagarle. Soy estudiante”.
“¿Para qué quiere ir allí?”, dijo, y añadió: “A estas horas sólo hay borrachos y prostitutas”.
De inmediato le contesté con entusiasmo: “¡Eso mismo es lo que quiero ver”.
Se sonrió incrédulo, pero me dio instrucciones de cómo llegar al lugar.
Seguí caminando y 10 minutos después todavía no veía aparecer la famosa zona roja por ningún lugar. El mismo taxi con el mismo chofer se me acercó despacio. Le confesé que no encontraba el lugar y empezó a darme nuevas instrucciones cuando de repente soltó:
“¡Venga, que la llevo gratis sólo para que vea que allí no hay nada que ver!”
Y yo, tan alegre, me subí.

Me llevó al puerto libre donde, en efecto, no había nada, ni siquiera prostitutas o un borracho tirado por ahí. Mi decepción fue tan grande que, conmovido, el taxista me dijo:
“Mire, le voy a llevar a conocer Copenhague!”
Para entonces era la una de la mañana y yo sentía que me había sacado la lotería al encontrarme un taxista que me iba a enseñar la ciudad gratis. Un taxista que, además, era guía de turismo. El único momento que me sentí un poco nerviosa fue cuando vi que enfilaba hacia las afueras de la ciudad, pero disipaba mis pensamientos negativos pensando que, después de todo, éramos uno contra uno, y que si el hombre me atacaba yo podría defenderme. De más está decirles que el susodicho debe haber medido 6 pies, por lo menos, y pesado como 240 libras, pero en aquellos tiempos muy lejanos a aquella ocasión en que un mocoso de apenas 18 años subdesarrollados casi me viola en México, yo creía que yo las podía todas.
Ya les dije que sospecho que mi ingenuidad siempre me sirvió de escudo. Eso, o es que tengo un gran ángel de la guarda.
El taxista sólo me estaba llevando a conocer la Sirenita que, en efecto, está un poco en las afueras de Copenhague.
Conocí toda la ciudad aquella noche, el Palacio, el centro, todo mientras él me iba contado historias del país, de la Casa Real, etc.






La Sirenita


El Palacio Real



Una calle del centro

Hasta que me soltó que era un americano de Texas...
“¡¿?!” Sí, él había peleado en la guerra de Corea y al regreso había pasado por Copenhague donde había conocido a una danesa de la que se enamoró y se quedó a vivir allí. Hacía 20 años que vivía en la ciudad.
Ahí empezó el segundo capítulo de mi aventura de aquella noche.

Ustedes de seguro han visto las películas de John Wayne sobre la guerra en la que éste siempre hace chistes, toma las cosas a la ligera y, en definitiva, nos presenta la guerra casi como una fiesta en que el enemigo es casi un compañero de juegos. Así me contaba mi amigo el taxista de Texas sus peripecias como soldado en la guerra de Corea en que se entretejían el cerro que ellos tomaban todas las mañanas para ser recuperado todas las tardes por “el enemigo” y el jefe que había volado por los aires cuando se había adelantado en su jeep, minutos después de haber estado jugando a las cartas con él.
Por esa noche él fue mi John Wayne.

Amanecía apenas cuando empezó a acercarse a mi hotel. Entonces me soltó, también de sopetón:
“Mi mujer me acaba de dejar por un italiano 17 años más joven que yo”.
¿Qué decirle, con lo amable y generoso que había sido conmigo?
“¡Cuánto lo siento!”
“¡Qué va, es toda una suerte”, me atajó. “¿Usted sabe lo que es estar casado 20 años con la misma mujer y luego poder deshacerse de ella?”
Me dejó un poco confusa, por decir lo menos. Entonces prosiguió:
“De todas maneras, cuando yo tengo algún problema o estoy triste voy y me como un bistec a la brasilera. ¿Usted sabe lo que es un bistec a la brasilera? Es un bistec así de grande, gordo y sangriento. Cuando uno le da una mordida siente que la sangre chorrea....”

En mi memoria que acumula muchas palabras, imágenes, eventos, glorias y desdichas, quedó grabada para siempre la imagen de ese hombre profundamente desesperado, con la piel roja a punto de reventar de la tensión y los ojos vidriosos de retener las lágrimas, clavando sus dientes en un grueso pedazo de carne que estallaba en sangre a la primera dentellada.