1/19/09

Parte III. Una peña de bohemios.

Hace tanto tiempo, que no recuerdo cómo fui a dar a la casa de Helga y Tilman Averdung.


Helga y Tilma Averdung ante el por aquel entonces muy de moda Cafe Havanna.


Helga y Tilman tenían en conjunto 4 niñas; 3 de ellas resultado de un matrimonio anterior de Helga, y una, resultado del matrimonio anterior de Tilman con una mujer que tenía otros dos hijos de diferentes padres.



Las niñas de Tilman y Helga. La mayorcita y las jimaguas eran las hijas de Helga; la morenita, de Tilman.

Tilman era hijo de una, creo recordar, escenógrafa de teatro alcohólica que convivía en relación de pareja con un/una hermafrodita, aunque no en la casa del hijo.

El apartamento de los Averdung era muy grande y, de hecho, constituia una especie de “casa del pueblo” donde constantemente entraba y salía gente y siempre se encontraba algo de comer en la cocina, el único punto caliente del hogar, porque siempre había alguien que preparaba algo. Se puede decir de ellos que eran “hippies” antes de tiempo; en su casa el sentido comunitario primaba y se descartaban las fórmulas sociales. Entre las muchas personas que pululaban por el lugar se encontraban los antiguos maridos y mujeres de Helga y Tilman, que venían con sus nuevos maridos y mujeres e hijos estrenados, y entre todos se daban consejos y se regañaban porque, después de todo, nadie los conocía mejor que todos ellos.

Me acogieron por la generosidad de sus almas o porque tenían locura generosa; yo no tenía donde vivir y ya no tenía trabajo, estaba a la espera de irme del país.

Ellos fueron otros de los alemanes a los que les debo mi vida.

Poco tiempo antes de marcharme con un boleto de tren de una sola vía a Suecia todos los amigos tomamos un paseo en bicicleta. Yo me adelanté y bajo la llovizna fría de noviembre miré hacia atrás: éramos una peña de bohemios. Una peña de bohemios envuelta en una bruma dorada, como las fotografías que se vuelven a visitar después de mucho tiempo. Abrí muy bien la pupila para fijar la imagen y empecé ahí mismo a recordarla con nostalgia.

A los pocos días tomé el tren de Berlin que, via Sassnitz, y a bordo de un ferry, me llevó a Trelleborg, Suecia. Mi vida como yo la había conocido, terminó ahí.

Más nunca supe ni de Helga, ni de Tilman, ni de Ingrid, ni de Klaus o su mamá, y tampoco de la mamá-gallina.

De Egon, el hombre a quien más he amado en mi vida, supe sólo una vez más. Pero a él no le debo mi vida, sino más bien mi muerte.

1/12/09

PARTE II. VIVIENDO SOBRE UN POLVORÍN

Había conocido a Klaus en el avión durante un viaje unos años antes como becada oficial a Rumania. Nos habíamos hecho amigos y me había invitado incluso a un concierto. Él regreso a Berlin, yo me quedé en Bucarest y desde entonces comenzamos a escribimos.

Nos seguimos escribiendo incluso cuando yo regresé a Cuba, ocho meses después. Por aquellos años yo era muy epistolar. Nos escribimos durante los cuatro años posteriores a mi regreso a Cuba. Por eso es comprensible que en cuanto llegué Alemania le visité en familia, con su esposa, acompañada yo del tal Humbertico. Después de eso vinieron los sucesivos debacles hospitalarios que culminaron en el desastre final. Coincidiendo con ello, recibí una carta de Klaus preguntándome cómo me iba y anotando el tiempo que hacía que no sabía de mí. Rápidamente le contesté contándole todo. A los dos días –un miércoles- recibí un telegrama que decía, escuetamente:

“Llego el viernes en el tren de las 19:00 hs. Creo que te puedo ayudar”.
Klaus.

Y llegó el viernes con el tren Berlin-Potsdam de las 19:00 horas.

Su madre, una viejecita retirada, vivía sola en una casa en Potsdam. Klaus había hablado con ella y me brindaba su casa por el tiempo que fuera necesario. Estas fueron las segundas personas que me salvaron la vida porque allí tuve techo y comida durante casi dos meses, hasta que empecé a encontrar un camino.

Al camino entré de la mano de Joao Ferro, un portugués nacido y criado en Cabo Verde que parecía siempre asombrado -¡o deslumbrado!- por cualquier cosa que yo dijese. Ferro, a su vez, me presentó a Wolfgang, quien dirigía la decoración de las vidrieras de la por entonces más imponente tienda por departamentos de Berlin Oriental, Das Zentrum Warrenhaus, en la céntrica Alexander Platz.


Vista aerea de Das Zentrum Warenhaus, en Alexander Platz, 1965.

Wolfgang era un hombre muy vivaz de unos 40 años curtido por más de una argucia. Su padre había sido colaborador de los nazi, lo que le había valido que a la caída de Berlin y la toma de los Soviets de esa sección de la ciudad, le enviasen junto con toda su familia por 10 años a Siberia.

Wolfgang no hablaba comúnmente de eso como tampoco de nada de sustancioso, a no ser que estuviese tomado. Era un hombre absolutamente encantador, hasta quizás un poco frívolo, y brillante. ¡Pero Wolfgang sabía tomar! Cada día de pago nos invitaba a todos a un café cercano a tomar “schnaps” y café mocca y no paraba hasta que su colaboradora y amiga más cercana, Helga, lo empujaba a un taxi con destino a su casa.

Wolfgang me acogió porque quiso. Yo no tenía la menor idea de cómo decorar una vidriera, pero él me aseguró que era fácil y me encargó a una de las decoradoras de experiencia. Allí aprendí a tensar telas sobre bastidores para confeccionar paneles, a montar fotos en cajas de cartón y todas aquellas cosas pertenecientes al oficio. Para ayudarme, Wolfgang no sólo me dio trabajo, sino que me inventó el oficio.

Mi situación no era fácil. Mi permiso de estadía era para Babelsberg y estaba ya viviendo en Berlin. Vivir en la capital comunista separada de la capitalista solamente por un muro (y los guardias, y los enormes perros pastor alemán) era posible sólo mediante permiso especial, mismo que las autoridades concedían sólo si un jefe de empresa así lo solicitaba. Yo estaba viviendo en Berlin y trabajando en Berlin sin ningún permiso especial. Es más, era la única ciudadana de un país socialista viviendo en Alemania del Este de forma totalmente privada.

Era vivir sobre un polvorín, o sobre una caldera al fuego llena de dinamita, ya que todos los meses estaban por devolverme a Cuba.

Alquilaba yo una habitación en un departamento en Schoenhauser Allee, una bella avenida bordeada de árboles que se cita en la marca de muchos pianos y pianolas de principios del siglo pasado. Alquilaba en casa de Ingrid, una alemana de 24 años y de ojos azul intenso. Era maestra de primaria y tenía una hija de seis años con un griego que se había quedado en su país tras vivir juntos allí por un año. Era la primera vez en su vida que ella vivía sola y respondía por sí, pero sabía que el futuro le deparaba algún tipo de reunificación con su esposo.



Vista de Schoenhauser Allee en invierno

Ingrid, a la derecha, con su hijita y amigos, cuando ya empezaba a sentir los efectos de la primavera

Ingrid había sido criada muy estrictamente y estricta siguió siendo su vida tras casarse con el griego. En Grecia había conocido el papel que allí juegan las esposas y, decididamente, no le había gustado. Regresó a Alemania para darse un tiempo y con la esperanza quizás de forzar el encuentro de un campo común donde ambos e sintiesen a gusto. Pero en eso llegó la primavera.

La primavera en un país del norte no es cualquier cosa. Tras meses de celajes pesados y árboles estériles que parecen haber muerto para siempre, la explosión de la naturaleza en menos de un mes, el brote de los botones de entre la nieve y el hielo, la luz y los olores, ponen la cabeza a desvariar, desenfrena los sentimientos y hierve la sangre.

Ingrid, que siempre había vivido con un corset de hierro, se hizo de dos amigas alborotadas y alborotosas que muy pronto propiciaron la amistad con tres muchachos de Berlin Occidental dispuestos a seguir la fiesta del otro lado del Muro. Ingrid descubrió la libertad y le agarró tanto el gusto que cuando su marido la llamó de nuevo, ella le dijo que quería el divorcio.

Al otro día por la tarde el marido estaba entrando por la puerta del departamento en Berlin y, mediterráneo al fin, distribuyendo golpes a diestra y siniestra, golpes que también me tocaron a mí, que trataba de proteger a Ingrid. Ingrid salió huyendo por su lado con su hija y yo por el otro.
El griego supuso que el desorden de su mujer se debía a mí, de raíces mediterráneas como él, y decidió vengarse reportándome a la policía como ilegal en la ciudad.

La policía, por supuesto, fue a ver a Wolfgang y fue allí, supongo que mediante complicidades que nunca me quedaron claras, y que hoy intuyo, Wolfgang sacó la cara por mí, es más pidió permiso para mí aduciendo lo importante que era mi trabajo. A partir de ese momento logró, mes por mes, y siempre en el último momento, evitar que me deportasen a Cuba.

No sé por qué lo hizo, como no fuera por una viejísima memoria, sepultada en lo más profundo del subconsciente, una memoria muy anterior a los ajustes y las complicidades que de seguro le habían permitido sobreponerse a sus 10 años en Siberia, al pasado familiar nazi, y escalar hasta un puesto de mando administrativo medio en la más importante tienda por departamentos de Berlin Oriental.

Cada día de cobro anegado en alcohol la desesperación de Wolfgang me consternaba. Era como un trompo con luces que giraba a velocidad cada vez más vertiginosa y que amenazaba estallar en estruendo de colores. Siempre temí que no habría un mañana para Wolfgang.

Por eso no me extrañó lo que percibí como un llanto profundo ahogado en su garganta aquella última vez. Cuando al final de la noche me iba en taxi con uno de los colegas le dije: “Tengo la impresión de que Wolfgang se va a matar”. “Siempre es así”, me dijo él, “no te preocupes”.

Al día siguiente no vino a trabajar. A mediodía Helga fue a su casa donde –supe después- lo había dejado durmiendo. Al subir las escaleras sintió el olor a gas y cuando abrió la puerta de su apartamento, el gas le asaltó como una gran ola. Wolfgang estaba sentado en un sillón que no se mecía. Enfrente, en el único espejo de la habitación, con creyón de labios carmesí, la frase: “Perdóname, Helga”.

Todos lo lloramos y todos fuimos a su entierro bajo un cielo plomizo. Yo, decididamente, había perdido a otra de las personas a la que debía mi vida, pero también mi protección. Ahora estaba en una carrera contra el tiempo.

Continuará...

1/4/09

DE CÓMO LOS ALEMANES ME SALVARON LA VIDA. LITERALMENTE.

PARTE I. Un pollito más.


Con Humberto en el puerto de La Habana, el dia de la partida, ambas madres a cada lado. Septiembre 16 de 1965.

Salí de Cuba en un crucero ruso, el Gruzia, que a su regreso a Varna, Bulgaria, llevó consigo a toda la primera camada de becarios cubanos en el extranjero que habían pasado su primer verano de vacaciones en Cuba. Iba aquel barco cargado de jóvenes que ya conocían a los Beattles y a Little Richard, pero que habían aprendido a ser cautelosos tras la primera recogida de dizque “lacras sociales” en Cuba, una operación por la que se arrestó a aquellos o aquellas que mostraban algo “raro”, como llevar sandalias europeas, o pantalones muy apretados (“pitusas”) o escuchar música de los Beattles, o sencillamente hablar de forma que no se entendiera totalmente y que sonara exquisita.


Eran, además, los estudiantes particularmente cautelosos porque en el mismo crucero viajaba hacia Bulgaria el estado Mayor de Cuba que, temiendo al “diversionismo ideológico” de los estudiantes, había dotado a cada uno de ellos y ellas con un disco de Pello, el Afrokán y su fugasísimo ritmo “mozambique”.


Vía Varna , en un tren con asientos de madera y sin posibilidades de dormir, con sólo una barra de pan, una salchicha, queso y una botella de agua, arribamos a Checoeslovaquia y a la civilización tras dos días de viaje, y al cabo de uno más, a Berlin Oriental. De ahí a Potsdam y a Babelsberg donde el hombre con quien había dejado Cuba asistía a la escuela de cine.





En el crucero Druzia, en que tambien viajaba el Estado Mayor. Humberto y yo abajo, a la derecha. Pedro Miret, a mi izquierda. Raul Castro, arriba.

Humberto López Guerra, hombre mediocrísimo, agente de Seguridad del Estado (llegué a saber más tarde) y vende-madre , irradiaba en aquel entonces el encanto de los irresponsables. Era, eso sí, muy gracioso y ocurrente, y como yo era muy joven, quería estudiar cine y me parecía que no tenía nada que perder, me embarqué alegremente con él hacia Alemania. Había decidido la partida tan sólo un mes antes y cómo pude abandonar el país en medio de un ambiente cada vez más opresivo en sólo un mes para convertirme en la única ciudadana de un país socialista residiendo en otro país socialista de forma totalmente privada, es asunto aparte que merecería quizás varios relatos futuros. Cabe solamente mencionar que fue el resultado de un gran amor y de una gran traición.


Mi estancia de 15 meses en Alemania fue un desastre de principio a fin, pero recuerdo esos tiempos como los más intensos y quizás también más luminosos de mi vida porque nunca tanta gente fue tan generosa conmigo como entonces.

Debo empezar por declararles que le debo la vida, literalmente, a los alemanes.

Resulta que el clima no me sentaba nada bien.

A los cuatro días de mi llegada al país ya estaba yo en la sala de ginecología de un hospital, desangrándome. Dada de alta por mi insistencia al cabo de cinco días, tuve que regresar a las dos semanas, anémica y desangrándome de nuevo porque la falta total de atención no me había hecho posible la reclusión en cama ordenada por el médico. Cuatro litros de transfusión de sangre hubo que ponerme mientras el tal Humberto me sepultaba con libros para leer, pero ni siquiera un par de calcetines.


De Cuba había traído yo dos trajecitos de paño confeccionados por mi madre con la única tela que había podido conseguir; ni calcetines calientes, ni botas y ni siquiera una pijama de franela. Mientras los médicos, tras muchas pruebas, consultas, etc., determinaron que, sencillamente, yo no toleraba el frío húmedo.


Tenía yo de vecina de cama en el pabellón de mujeres del hospital una alemana mayor que parecía sacada de una de aquellas películas tempranas del socialismo nacional (nazi ) que promocionaban el papel de la mujer en la vida nacional alemana como principalmente de “Kinder, Kirche, Kuche” (hijos, iglesia y cocina). Entrada en carnes, rubicunda, no era difícil imaginársela abriendo los brazos como grandes alas para acoger bajo sus sobacos a sus pollitos que acudían presurosos al llamado del aromático pastel de manzana acabado de hornear.


Aunque yo no hablaba alemán, y ella tampoco el español, solíamos sostener conversaciones bien animadas y a veces hasta sorprendentes. Ella debió enterarse de mi condición, pero no me comentó nada; cuando llegó el día de su partida me dio un abrazo y me deseó lo mejor, pero no agregó nada más.


A los dos días apareció muy sonriente con dos maletas pesadas, las colocó sobre mi cama y las abrió satisfecha: estaban llenas de ropa usada, un abrigo, sweaters, calcetines de lana y hasta botas que había recogido entre sus amigas y conocidas para que yo tuviera con qué abrigarme cuando saliese.


No me acuerdo de su nombre pero hoy la recuerdo porque fue la primera persona que me salvó la vida en Alemania. Tanto más importante fue porque al salir yo del hospital me encontré con que el tal Humberto ya me había buscado sustituta, una alemana hija de un importante e influyente miembro del Partido Comunista Alemán.


Me quedé en la calle, sin un centavo, sin trabajo y sin tan siquiera hablar alemán. Mi coartada para permanecer en Alemania había reventado y un agente de la Seguridad del Estado cubano me conminaba a desaparecer, cortesía de Humbertico, que entonces se me reveló como perteneciendo a ese cuerpo de inteligencia.


Era la Navidad del año 1965 y en medio del frío que me calaba los huesos –en Alemania del Este el frío era una constante penosa porque se paliaba apenas con carbón- y de la mucha nieve que caía en silencio, tomé mi primera gran decisión: no me iba a regresar a Cuba vencida.

Entonces me acordé de Klaus.

Continuará...