1/12/09

PARTE II. VIVIENDO SOBRE UN POLVORÍN

Había conocido a Klaus en el avión durante un viaje unos años antes como becada oficial a Rumania. Nos habíamos hecho amigos y me había invitado incluso a un concierto. Él regreso a Berlin, yo me quedé en Bucarest y desde entonces comenzamos a escribimos.

Nos seguimos escribiendo incluso cuando yo regresé a Cuba, ocho meses después. Por aquellos años yo era muy epistolar. Nos escribimos durante los cuatro años posteriores a mi regreso a Cuba. Por eso es comprensible que en cuanto llegué Alemania le visité en familia, con su esposa, acompañada yo del tal Humbertico. Después de eso vinieron los sucesivos debacles hospitalarios que culminaron en el desastre final. Coincidiendo con ello, recibí una carta de Klaus preguntándome cómo me iba y anotando el tiempo que hacía que no sabía de mí. Rápidamente le contesté contándole todo. A los dos días –un miércoles- recibí un telegrama que decía, escuetamente:

“Llego el viernes en el tren de las 19:00 hs. Creo que te puedo ayudar”.
Klaus.

Y llegó el viernes con el tren Berlin-Potsdam de las 19:00 horas.

Su madre, una viejecita retirada, vivía sola en una casa en Potsdam. Klaus había hablado con ella y me brindaba su casa por el tiempo que fuera necesario. Estas fueron las segundas personas que me salvaron la vida porque allí tuve techo y comida durante casi dos meses, hasta que empecé a encontrar un camino.

Al camino entré de la mano de Joao Ferro, un portugués nacido y criado en Cabo Verde que parecía siempre asombrado -¡o deslumbrado!- por cualquier cosa que yo dijese. Ferro, a su vez, me presentó a Wolfgang, quien dirigía la decoración de las vidrieras de la por entonces más imponente tienda por departamentos de Berlin Oriental, Das Zentrum Warrenhaus, en la céntrica Alexander Platz.


Vista aerea de Das Zentrum Warenhaus, en Alexander Platz, 1965.

Wolfgang era un hombre muy vivaz de unos 40 años curtido por más de una argucia. Su padre había sido colaborador de los nazi, lo que le había valido que a la caída de Berlin y la toma de los Soviets de esa sección de la ciudad, le enviasen junto con toda su familia por 10 años a Siberia.

Wolfgang no hablaba comúnmente de eso como tampoco de nada de sustancioso, a no ser que estuviese tomado. Era un hombre absolutamente encantador, hasta quizás un poco frívolo, y brillante. ¡Pero Wolfgang sabía tomar! Cada día de pago nos invitaba a todos a un café cercano a tomar “schnaps” y café mocca y no paraba hasta que su colaboradora y amiga más cercana, Helga, lo empujaba a un taxi con destino a su casa.

Wolfgang me acogió porque quiso. Yo no tenía la menor idea de cómo decorar una vidriera, pero él me aseguró que era fácil y me encargó a una de las decoradoras de experiencia. Allí aprendí a tensar telas sobre bastidores para confeccionar paneles, a montar fotos en cajas de cartón y todas aquellas cosas pertenecientes al oficio. Para ayudarme, Wolfgang no sólo me dio trabajo, sino que me inventó el oficio.

Mi situación no era fácil. Mi permiso de estadía era para Babelsberg y estaba ya viviendo en Berlin. Vivir en la capital comunista separada de la capitalista solamente por un muro (y los guardias, y los enormes perros pastor alemán) era posible sólo mediante permiso especial, mismo que las autoridades concedían sólo si un jefe de empresa así lo solicitaba. Yo estaba viviendo en Berlin y trabajando en Berlin sin ningún permiso especial. Es más, era la única ciudadana de un país socialista viviendo en Alemania del Este de forma totalmente privada.

Era vivir sobre un polvorín, o sobre una caldera al fuego llena de dinamita, ya que todos los meses estaban por devolverme a Cuba.

Alquilaba yo una habitación en un departamento en Schoenhauser Allee, una bella avenida bordeada de árboles que se cita en la marca de muchos pianos y pianolas de principios del siglo pasado. Alquilaba en casa de Ingrid, una alemana de 24 años y de ojos azul intenso. Era maestra de primaria y tenía una hija de seis años con un griego que se había quedado en su país tras vivir juntos allí por un año. Era la primera vez en su vida que ella vivía sola y respondía por sí, pero sabía que el futuro le deparaba algún tipo de reunificación con su esposo.



Vista de Schoenhauser Allee en invierno

Ingrid, a la derecha, con su hijita y amigos, cuando ya empezaba a sentir los efectos de la primavera

Ingrid había sido criada muy estrictamente y estricta siguió siendo su vida tras casarse con el griego. En Grecia había conocido el papel que allí juegan las esposas y, decididamente, no le había gustado. Regresó a Alemania para darse un tiempo y con la esperanza quizás de forzar el encuentro de un campo común donde ambos e sintiesen a gusto. Pero en eso llegó la primavera.

La primavera en un país del norte no es cualquier cosa. Tras meses de celajes pesados y árboles estériles que parecen haber muerto para siempre, la explosión de la naturaleza en menos de un mes, el brote de los botones de entre la nieve y el hielo, la luz y los olores, ponen la cabeza a desvariar, desenfrena los sentimientos y hierve la sangre.

Ingrid, que siempre había vivido con un corset de hierro, se hizo de dos amigas alborotadas y alborotosas que muy pronto propiciaron la amistad con tres muchachos de Berlin Occidental dispuestos a seguir la fiesta del otro lado del Muro. Ingrid descubrió la libertad y le agarró tanto el gusto que cuando su marido la llamó de nuevo, ella le dijo que quería el divorcio.

Al otro día por la tarde el marido estaba entrando por la puerta del departamento en Berlin y, mediterráneo al fin, distribuyendo golpes a diestra y siniestra, golpes que también me tocaron a mí, que trataba de proteger a Ingrid. Ingrid salió huyendo por su lado con su hija y yo por el otro.
El griego supuso que el desorden de su mujer se debía a mí, de raíces mediterráneas como él, y decidió vengarse reportándome a la policía como ilegal en la ciudad.

La policía, por supuesto, fue a ver a Wolfgang y fue allí, supongo que mediante complicidades que nunca me quedaron claras, y que hoy intuyo, Wolfgang sacó la cara por mí, es más pidió permiso para mí aduciendo lo importante que era mi trabajo. A partir de ese momento logró, mes por mes, y siempre en el último momento, evitar que me deportasen a Cuba.

No sé por qué lo hizo, como no fuera por una viejísima memoria, sepultada en lo más profundo del subconsciente, una memoria muy anterior a los ajustes y las complicidades que de seguro le habían permitido sobreponerse a sus 10 años en Siberia, al pasado familiar nazi, y escalar hasta un puesto de mando administrativo medio en la más importante tienda por departamentos de Berlin Oriental.

Cada día de cobro anegado en alcohol la desesperación de Wolfgang me consternaba. Era como un trompo con luces que giraba a velocidad cada vez más vertiginosa y que amenazaba estallar en estruendo de colores. Siempre temí que no habría un mañana para Wolfgang.

Por eso no me extrañó lo que percibí como un llanto profundo ahogado en su garganta aquella última vez. Cuando al final de la noche me iba en taxi con uno de los colegas le dije: “Tengo la impresión de que Wolfgang se va a matar”. “Siempre es así”, me dijo él, “no te preocupes”.

Al día siguiente no vino a trabajar. A mediodía Helga fue a su casa donde –supe después- lo había dejado durmiendo. Al subir las escaleras sintió el olor a gas y cuando abrió la puerta de su apartamento, el gas le asaltó como una gran ola. Wolfgang estaba sentado en un sillón que no se mecía. Enfrente, en el único espejo de la habitación, con creyón de labios carmesí, la frase: “Perdóname, Helga”.

Todos lo lloramos y todos fuimos a su entierro bajo un cielo plomizo. Yo, decididamente, había perdido a otra de las personas a la que debía mi vida, pero también mi protección. Ahora estaba en una carrera contra el tiempo.

Continuará...

1 comment:

Anonymous said...

Ahora sí le pusiste la tapa al pomo!!!

Gustavo