9/21/08

ERKI O UN CIERTO BALDER

Conocí a Erki durante un crucero de verano a Abo, una pequeña isla entre Suecia y Finlandia que es la meta del turista sueco sin recursos. Déjenme ser clara: a Abo iban los suecos a finales de los 60 básicamente a beber. Quizás también un poco a fiestear y fornicar, pero como se emborrachaban durante toda la trayectoria, al llegar a la isla no daban más. Como no fuera para seguir bebiendo.
Abo, sin embargo, tenía también otra cara al otro lado de la isla. La de las pequeñas residencias caseras, todo incluido, junto al mar, un mar de acero líquido, frío, que lamía suavemente las grandes rocas negras que se internaban en las aguas del archipiélago. Era el pequeño paraíso terrenal de mi pobreza estudiantil. Por eso yo también iba a Abo, aunque durmiendo sobre cubierta en el crucero porque no podía pagar camarote.

El archipiélago de Abo (Turku)a medio camino entre Suecia y Finlandia


Erki, un camionero finlandés estaba, por supuesto, bebido cuando me descubrió arropada en una chaise long en cubierta. El efecto de su bella sonrisa ingenua con el balbucear de una lengua que no entendía, pero que él se empeñaba en que yo comprendiera, me causó gracia. Así que yo también empecé a sonreir, lo que acicateó su deseo de hacerme entender.

Todavía no sé cómo finalmente adiviné que me estaba brindando su camarote para dormir. Bueno, no todo el camarote (que compartía con un amigo o colega), pero sí su litera. Según él, no pensaba dormir esa noche, por lo que me lo cedía. Le tomé la palabra, se lo agradecí y me fui a dormir, no sin antes intercambiar nombres, direcciones y números de teléfono.

Pasaron unos meses y una noche de invierno sonó el teléfono a las 9 o 10 de la noche. Tampoco recuerdo cómo lo entendí -¡y por teléfono!- pero era Erki que estaba de paso en Estocolmo y quería venir a visitarme. Por supuesto que le dije que sí.


En aquel entonces ya había yo mejorado mis condiciones materiales, y en vez de una sola habitación, alquilaba dos contiguas en el piso superior de Gerda, lo que, aunado a que ya tenía mi propio teléfono, me daba una sensación de independencia e individualidad. De ahí que me pareció muy natural que cualquiera me visitara... a las 11 de la noche.

La nieve caía incesante aquella noche y bajo la luz amarillenta del farol que iluminaba la puerta de atrás de la casa parecía polvillo dorado cayendo sobre la abundante cabellera perfectamente dorada de Erki.

Venía armado con la sonrisa luminosa que ya le conocía y con una botella de vodka de la que, de inmediato, al subir a mi cuarto, me ofreció. Es posible que yo haya bebido (la verdad es que no me acuerdo), pero lo que sí recuerdo perfectamente es que cuando Erki trató de pasar a más yo lo evité suavemente.

Ya sé que algunas personas pensarán –como muchas veces pensaron de mí- que yo era una provocadora que gustaba de llevar a un hombre a un límite para después pararlo. La verdad era más sencilla: nunca me gustó aplicar ideas preconcebidas a mi vida y como no veía nada ilógico en recibir a una persona a cualquier hora del día o de la noche, siempre y cuando tuviera tiempo, y si la persona me caía bien, pues lo hacía. En aquellos tiempos no me pasaba por la mente cómo las demás personas podrían interpretar mi comportamiento, por lo que es una maravilla que, después de todo, nunca me pasara nada malo.

Erki, confundido, empezó a reírse y a sacudir la cabeza ante mi negativa a seguir por otros derroteros. Hoy entiendo que debe haberse sentido en una situación muy rara al haber sido invitado por una “sureña” (que para los escandinavos somos todos de Austria para abajo; es decir, ¡puro fuego!) a las 11 de la noche a su habitación, pero la rareza de la situación, en lugar de violentarlo, le movió a risa. Digamos que lo tomó con gran sentido del deporte.

Sin embargo, como era muy tarde y nevaba intensamente le invité a pasar la noche en la otra habitación, que yo consideraba “mi estudio”. Todavía riéndose y sacudiendo la cabeza, Erki cumplió mis órdenes y se fue a dormir.

Mientras me iba quedando yo también dormida en mi habitación amainó la nieve, dejando al descubierto una magnífica luna llena cuya luz comenzó a bañar el manto blanco que acababa de cubrir el suelo, las ramas de los árboles, y a colar por la ventana del estudio hasta el rellano de la puerta que yo había dejado entreabierta.

Sigilosamente, sin zapatos, me levanté y caminé en la oscuridad hacia el estudio.

Erki se había quedado dormido con los jeans puestos, sin zapatos, sin camisa, sin cubrirse con un edredón. Era la imagen misma del abandono, boca arriba, con un brazo levantado para cubrirse los ojos y la axila exponiendo ese vello de la virilidad. La piel de su torso magro, terso y perfecto, era blanquísima, y bajo la luz de la luna llena era de plata. Todo su cuerpo de plata.

Era Balder, el luminoso, el dios amado por todos los dioses de Valhalla; el dios de la poesía cuya muerte fue tan llorada que empujó a los dioses nórdicos a todos los confines del mundo para lograr el llanto de las criaturas vivientes y a Thor, a bajar al utramundo para tratar de recuperarlo.




El dios ciego Haelder mata sin querer a Balder, instigado por Loke.

Me quedé largo rato en la oscuridad contemplándolo: en aquella noche de diciembre tenía a un dios de plata durmiendo en la habitación contigua. Una criatura mitad dios y mitad macho mitológico sólo para la contemplación gozosa de mis sentidos.

Si Erki se hubiera despertado en medio de la noche todo le hubiera resultado aun más confuso.
Nunca más supe de él.