Yaxchilán se encuentra justo sobre el Usumacinta, el caudaloso río que separa Chiapas de Guatemala, en medio de la selva tupida. A la antigua ciudad maya, conocida por sus estelas casi íntegras, se accede –o se accedía- , bien por el río o por el aire, con avioneta.
En el sitio se encuentra un campamento del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México, apenas un cuartelón de habitaciones ocupado durante la época del año en que se realizan estudios y abandonado el resto del tiempo, aunque resguardado por un custodio. Ante él se extiende una gran explanada.
Para llegar a Yaxchilán contrataron a un guía tabasqueño, hombre de dulce talante indígena que llevaba años manejando los viajes a la selva. En dos camionetas salimos de Palenque rumbo a Yaxchilan, un camino de terracería que toma-o tomaba –esto que les cuento sucedió hace 17 o 18 años- seis horas recorrer y que de vez en cuando pasaba por un caserío. Cuando llegamos a Frontera-Corozal y nos hicieron bajar, estaba convencida de que había llegado al fin del mundo y no tenía idea de cómo esto nos conduciría a Yaxchilan, pero nos dijeron que caminásemos junto a la casa, hacia el río que ni siquiera se avizoraba.
Súbitamente, a la vuelta de uno de sus muros se reveló el Usumacinta, tronando abajo, pero también apareció una cuadrilla de gomeros, machete a la cintura, remontando la ribera, ceño fruncido de extrañeza por nuestra presencia que Marta, detrás de mí, interpretó como hostilidad. La vi quedarse lívida y casi paralizada.
Agarrándonos de ramas y lianas, resbalando a veces por las laderas fangosas del río, descendimos como pudimos hasta las barcazas. Remontamos el río como una hora hasta que el guía señaló un punto en la ribera igualmente insólito, fangoso que apelaba a la imaginación para remontarlo. Lo remontamos de igual manera que habíamos abordado las embarcaciones y llegamos a Yaxchilan.
YAXCHILAN
Cuando uno lleva un tiempo en México moviéndose en ambientes de arqueología todo túmulo, toda elevación o colina resulta sospechosa; el país todo, y especialmente sus regiones del sureste y el sur, es un gran depósito de ruinas arqueológicas todavía sin descubrir. Así y todo nos agarró de sorpresa cuando nos dimos cuenta, al descubrir un pedazo de escalón, que el terreno por el que llevábamos un buen rato caminando –Marta, en absoluto silencio y todavía lívida- era la capa superior de una pirámide, la pirámide que, finalmente, al subir a su punto más alto, nos develó las magníficas estelas mayas por las que el sitio es famoso. ¡Nos sentimos, literalmente, en la cima del mundo!
El guía no traía tiendas de campaña para todos, así que al caer la noche discutimos quiénes se alojarían en éstas y quienes dormirían en hamacas a cielo raso. Todas las mujeres –con excepción de Marta- insistimos en dormir en hamacas: no nos queríamos perder la experiencia de dormir al aire libre en la selva y quizás de experimentar, como nos contara el guía, al sigiloso jaguar que se desliza entre los hombres de noche, oliendo sus cosas y siguiendo de largo. No me preocupaban las serpientes, por más que nos habían advertido que en la zona había nauyacas, enormes reptiles (alcanzan más de 7 pies) de carga venenosa letal, que cuelgan de los árboles y se confunden con ellos. En mi absoluta ignorancia sobre la vida realmente silvestre, la aseveración del guía de que traíamos antídoto contra las serpientes me hizo sentirme totalmente confiada. A partir de ahí me dispuse a disfrutar.
En la casa del custodio comimos lo que creo que era jutía, una experiencia primitiva que tenía lugar casi en la oscuridad, porque el lugar carecía de luz eléctrica. Un quinqué daba la poca luz que nos permitía ver los rostros, y sobre todo los ojos de Marta, que en medio del convivio animado y los cuentos para darnos espanto, permanecían mirando al frente, sin parpadear, perdidos en algún lugar dentro de sí. Marta, además, no había probado bocado. Se me ocurrió llamarla fuerte por su nombre y, como volviendo de un trance, giró los ojos en redondo y los fijó en mí, con una mirada totalmente vacía. Una vez en Cuba, siendo muy joven, tuve la desdicha de presenciar como otra joven, acosada por los genízaros políticos-morales de la “revolución”, perdía la razón en 24 horas delante de mis ojos. Yo conocía esa mirada. Me di cuenta de que Marta se nos había ido.
Esa noche el guía se acomodó sobre un banco e, inclinado sobre su hamaca, meció a Marta toda la noche mientras le cantaba bajito, supongo que canciones de cuna. No sé si él entendía a cabalidad lo que le pasaba a la muchacha. El mexicano no tiene que entender con la cabeza para saber cómo tiene que actuar, llevado por esa intuición que es el regalo de una esencia que nunca se ha alejado realmente de la naturaleza. Le cantó y le arrulló toda la noche, como si quisiera conjurar todos sus espantos y ganar para ella la salvadora luz del día. Pocos conocen esa capacidad de ternura del alma indígena masculina; yo he tenido la suerte de presenciarla varias veces.
Esa noche el guía se acomodó sobre un banco e, inclinado sobre su hamaca, meció a Marta toda la noche mientras le cantaba bajito, supongo que canciones de cuna. No sé si él entendía a cabalidad lo que le pasaba a la muchacha. El mexicano no tiene que entender con la cabeza para saber cómo tiene que actuar, llevado por esa intuición que es el regalo de una esencia que nunca se ha alejado realmente de la naturaleza. Le cantó y le arrulló toda la noche, como si quisiera conjurar todos sus espantos y ganar para ella la salvadora luz del día. Pocos conocen esa capacidad de ternura del alma indígena masculina; yo he tenido la suerte de presenciarla varias veces.
No era fácil. Acampados justo al lado del río, el fragor de las aguas se confundía con los gritos de los monos aulladores del lado de Guatemala, simios pequeños que llenan con su escándalo espeluznante el silencio de la noche de la selva y que parecían ir avanzando hacia el lado de México, donde estábamos. A mi memoria acudió el Tarzán de mi infancia con sus ataques de orangutanes, mandriles, etc.
Y así se me ocurrió ir a lo que llamábamos “el retrete maya”, es decir, los matorrales para las necesidades físicas.
Con la linterna de mano que formaba parte de nuestro equipaje obligatorio avancé entre la maleza, especialmente alerta a los árboles y las falsas lianas que pudieran estar disimulando la temida nauyaca. El torrente del río tronaba a la derecha, salpicado de los aullidos de los monos. Una luna llena espléndida me ayudaba en el avance. Pasé un último grupo de árboles y de repente apareció la explanada. Me quedé petrificada: ante mí se abrió un campo que parecía todo sembrado de diamantes. La luz que irradiaba el suelo, confundiéndose con la luz plateada de la luna, formaba un resplandor que iluminaba la noche. Eran cocuyos, la explanada había sido invadida por miles, decenas de miles de cocuyos, todos reflejando luz a la misma vez.
Me quedé sin aliento. Apagué la linterna y mientras contemplaba el espectáculo, queriendo grabar la imagen en mi retina, en mi memoria, en mi esencia profunda, un gran sosiego me inundó el alma. No pensé en los jaguares, no pensé en las nauyacas. En la armonía de la que yo súbitamente había pasado a formar parte no había peligros porque todo tenía su lugar, como todo tiene su lugar en ese cosmos que esa noche, en la explanada, fue una conciencia vívida.
Regresé a oscuras, convencida de que si mi camino se cruzaba con el de un jaguar ambos nos íbamos a mirar y seguir de largo, convencidos cada cual del lugar que nos correspondía en el universo.
Y así se me ocurrió ir a lo que llamábamos “el retrete maya”, es decir, los matorrales para las necesidades físicas.
Con la linterna de mano que formaba parte de nuestro equipaje obligatorio avancé entre la maleza, especialmente alerta a los árboles y las falsas lianas que pudieran estar disimulando la temida nauyaca. El torrente del río tronaba a la derecha, salpicado de los aullidos de los monos. Una luna llena espléndida me ayudaba en el avance. Pasé un último grupo de árboles y de repente apareció la explanada. Me quedé petrificada: ante mí se abrió un campo que parecía todo sembrado de diamantes. La luz que irradiaba el suelo, confundiéndose con la luz plateada de la luna, formaba un resplandor que iluminaba la noche. Eran cocuyos, la explanada había sido invadida por miles, decenas de miles de cocuyos, todos reflejando luz a la misma vez.
Me quedé sin aliento. Apagué la linterna y mientras contemplaba el espectáculo, queriendo grabar la imagen en mi retina, en mi memoria, en mi esencia profunda, un gran sosiego me inundó el alma. No pensé en los jaguares, no pensé en las nauyacas. En la armonía de la que yo súbitamente había pasado a formar parte no había peligros porque todo tenía su lugar, como todo tiene su lugar en ese cosmos que esa noche, en la explanada, fue una conciencia vívida.
Regresé a oscuras, convencida de que si mi camino se cruzaba con el de un jaguar ambos nos íbamos a mirar y seguir de largo, convencidos cada cual del lugar que nos correspondía en el universo.
Nunca supe por qué todos esos cocuyos habían coincidido en ese lugar a la misma vez y por qué habían emitido esa luz al unísono.
El resto de mis días me lo he pasado tratando de revivir esa experiencia cósmica que viví esa noche en la selva, y si algo que me entusiasma de la idea de mi muerte es la esperanza de que sea así, de que yo pueda finalmente regresar al principio en que todo era uno y uno era todo, o como lo llaman algunos, Dios.
No pudimos proseguir el viaje hasta la meta final, Bonampak, porque Marta, decididamente, perdió la razón. Iniciamos el regreso a Palenque alternándonos para atenderla en sus ataques de terror, a ratos violentos. Su esposo vino por ella y se la llevó directamente a New York. Tengo entendido que estuvo internada tres meses en un hospital siquiátrico.
No pudimos proseguir el viaje hasta la meta final, Bonampak, porque Marta, decididamente, perdió la razón. Iniciamos el regreso a Palenque alternándonos para atenderla en sus ataques de terror, a ratos violentos. Su esposo vino por ella y se la llevó directamente a New York. Tengo entendido que estuvo internada tres meses en un hospital siquiátrico.
En cuanto a mi misión de promover el estado de Chiapas, llegué a publicar el artículo, pero no gracias a las atenciones de la Secretaría de Turismo del estado, sino más bien a pesar de ella. Todo el apoyo que recibí fue de una de sus secretarias que, por amor a su tierra y por vergüenza, me llevó en su carrito destartalado a visitar el Sumidero, un profundo cañón en las afueras de Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado, que yo conocía de sobra. Las fotos que lo acompañaron fueron las de un ingeniero chiapaneco que había dedicado su existencia a apresar todos los rincones de su estado en sus mejores momentos. Es su visión y su labor de amor la que ha plasmado a Chiapas para la posteridad.
Así la transmití yo también, una sencilla cubana enamorada de una tierra mágica.