11/2/08

EL VIKINGO O EL BÁRBARO

Conocí a Robert en un club nocturno estocolmino. Nunca me han gustado los clubes nocturnos, por ruidosos, congestionados, y nunca me ha atraído la idea, ni de ir sola ni acompañada por otra amiga, porque me hace sentir que soy carne a la venta. Pero aquella noche de aquellos días, entre tantos, de desolación, mi amiga Eva, que era asidua a ese tipo de lugar, me convenció de ir con ella.

Nada me hubiera atraído de un muchachón grande y rubio como Robert, y de hecho nada me atrajo; ni tan siquiera me había fijado en él. Hasta que vino a sentarse a nuestra mesa y me dijo que se había mudado de Gotemburgo a la capital hacía seis meses, que siempre que se sentía deprimido dormía y que llevaba seis meses durmiendo. Me conmovió su desnudez, pero también me causó risa su sentido del humor y la capacidad de burlarse de sí mismo. Robert no necesitó más: el muchachón grandulón me cargó en peso para un vals alocado en la pista de baile del club.

Las verdad es que muchas veces las mujeres no necesitamos más que eso: una buena risa y una sorpresa que cree el sentido de la maravilla: Robert y yo terminamos juntos.

Era un poco más joven que yo y venía de un mundo totalmente ajeno, y no sólo porque era sueco.

Me visitaba unas veces por semana, siempre tarde en la noche, cuando terminaba unas clases de ball-room dancing que tomaba. Su cuerpote grande siempre envuelto en un gabán beige que le aparecía ver más grande aun de lo que era, siempre llevando consigo una terminal de computadora (era el tiempo anterior a las lap tops) enfilaba enérgicamente hacia las escaleras del edificio donde yo vivía, subiéndolas de dos en dos, y no paraba hasta el cuarto piso, donde estaba mi apartamento, dejándome siempre atrás, a veces en el piso bajo. Una vez le grité, mientras subía: “¡Cuándo llegues arriba me mandas una postal!” No sé si captó mi ironía.

Porque la verdad es que, más allá del encuentro inicial, Robert no parecía tener sentido del humor. Era un gran muchachón, primitivo, elemental, pero buena persona. De ahí que entre mi hijo,y yo le llamáramos “El vikingo”, alternativamente “El bárbaro”. Mi hijo, por entonces de unos ocho años, ya había desarrollado ese espíritu burlón con el que siempre nos comunicamos.

En una ocasión nos invitó a pasar la noche en su casa y al otro día, como gran atracción, le mostró una regaderita a mi hijo, le agarró de la mano y le llevó a regar una florecita de tiesto, diciéndole: “¿Ves? Así se riega una flor, así crecen”. Poco sabía él que, a esas alturas, mi hijo ya había jugado por cuenta propia entre los indígenas mexicanos, acorralando incluso a una serpiente cascabel ; que había visto a un muerto amortajado en un funeral nahualteca a los pies del volcán Malintzin, y que había sobrevivido mi renuncia a México –mi fiesta particular de aquellos años- para enterrarse conmigo en un gris suburbio de Estocolmo, empezando de cero. Mi hijo, con sus ocho años, le miró con ojos incrédulos.

En otra ocasión fuimos a ver una película muy especial (Mannen som slutade roeka. El hombre que dejó de fumar) en la cinemateca de Estocolmo. No había lugar, pero como a veces colaboraba con ésta, me dieron acceso a dos cabinas para traductores. Mi hijo y yo en una; Robert en la otra.

El film era una comedia de finísima sensibilidad, aunque, francamente, no recuerdo de qué se trataba. Nos conmovimos tanto, que al terminar la cinta mi hijo y yo teníamos los ojos húmedos. Salimos a encontrarnos con Robert y el muchachón, agitando la cabeza, exclamó: “La verdad es que no lo entendí...”. Mi hijo y yo soltamos la carcajada.

Robert aparecía frecuentemente a altas horas de la noche con un pollo, uvas y una botella de vino. Me hacía todo un show, con pasos que él suponía eran de cha-cha-cha (o cha-cha, como le decían allá). Yo me recostaba en los gabinetes de la amplia cocina y lo miraba hacer, divertida. ¡Era todo un show! En el fondo de su mente tenía una gran confusión entre un latinoamericano , un turco y un gitano, por lo que, secretamente, siempre anidaba el oscuro miedo a que le fuera a salir al paso un hermano o un pariente que le iba a apuñalear para vengar el honor familiar.

Eso fue lo que aproveché cuando empecé a hartarme del show y del exotismo de lo elemental.

Llegó con su gabán, su terminal, su pollo, uvas y vino. Le recibí en la cocina y empecé a trinchar el pollo, afilando el cuchillo de manera deliberada y, supongo, con los ojos bien negros. Cuando ya no quiero nada con un hombre me gana una especial crueldad.

Comencé a hacerle un chiste sombrío y supongo que mi mirada, mi tono, asustaban. Se comió el pollo, pero al rato me dijo que se iba a dormir a su casa.

Cuando se fue estaba segura de que lo veía por última vez y me sentí aliviada. Robert había desaparecido de mi vida sin causarme mayor problema. Yo no lo había planeado deliberadamente pero, decididamente, había sido fácil borrarlo de mi existencia.

Unos dos meses después tocó a mi puerta. Ese cuerpo grandote se balanceaba de una a otra pierna. Su cabello era ciertamente bello, rubio ceniza, y tenía ese color de los suecos, que aunque son muy pálidos, son rosados: “como nalguita de puerco”, pensaba yo. Venía a disculparse por haber desaparecido por dos meses sin dar razón. “¿Hace dos meses que no vienes?”, fingí yo cruelmente sorpresa. “No me había dado cuenta”.

De repente me di cuenta de que tenía ante mí una persona tocada por el rayo del amor y de que yo no tenía ninguna razón para ser cruel con él. Le dije que no lo quería. Muy pocas veces he visto a un hombre llorar, pero Robert se arrodilló, lloró y me pidió que le diera una oportunidad, que volviera con él. Pero yo no podía; ¿cómo iba yo a pagar el amor de una persona con crueldad?

Sé que hay muchas personas que lo hacen. Se que hay matrimonios y parejas de muchos años a los que solo les queda la crueldad, que se hieren mutuamente en una cadena interminable de agresiones, humillaciones, reconciliaciones y perdón, creyendo que se vengan y son víctimas de venganza, sucesivamente, sin darse cuenta de que en el camino se envilecen. No hay nada más envilecedor que da rienda suelta a la maldad propia sobre otro ser humano, aunque aquel se la merezca.

Le dije: “No, Robert, yo no puedo porque no te quiero. Cuando no quiero a un hombre y sigo al lado de él me vuelvo cruel y eso me degrada a mí misma”.
No me acuerdo siquiera de su apellido y, definitivamente, no fue el amor de mi vida y ni siquiera una historia importante.

Yo soy yo y todos los hombres a los que he querido y que me han amado. Todas las personas a las que he odiado, a las que he apreciado y todas las que me han odiado y me han tenido afecto; todos los incidentes, buenos y malos de mi vida.

Abrazo el río de mi vida como Carl Jonas Love Almqvist abrazara Murnis, torrente mismo de la vida.

En ese torrente Robert fue apenas un guijarro . No guardo siquiera una foto de él, pero hoy lo recuerdo.


Carl Jonas Love Almqvist